Illía, el presidente que fue

El golpe de Estado del 28 de junio de 1966 no se produjo como consecuencia de una crisis económica o de algún escándalo moral. El propio Mariano Grondona llegó a admitir dos meses después que el golpe había tenido un contenido “espiritual”. Qué entendía Grondona por “espiritual” o cómo podía conectar la imagen de lo espiritual con el rostro adusto de Onganía será uno de los tantos misterios que la humanidad ya se ha resignado a no develar.

Onganía no llegó al poder solo. A quien quiera conocer los soportes materiales de su emprendimiento le alcanza con mirar la foto del día de su asunción. El dictador está allí acompañado por los jefes militares, entre los que se destaca el general Julio Alsogaray, el mismo que diez años después viajará a Tucumán para reconocer el cadáver de su hijo guerrillero muerto por sus camaradas de armas.

En la primera fila de esa ceremonia celebrada en el Salón Blanco, se distingue a Faustino Fano, presidente de la Sociedad Rural Argentina (SRA), y a Jorge Oria, representante de Aciel. En la segunda fila se encuentran los dirigentes sindicales José Alonso y Augusto Timoteo Vandor, los mismos que habían protagonizado los célebres planes de lucha con ocupación de fábricas y movilizaciones callejeras contra el gobierno que nunca los reprimió. Tres años más tarde, Alonso y Vandor serán acribillados a balazos.

“Se van a arrepentir de lo que están haciendo”, les había dicho Illia cuando ingresaron armados a la Casa Rosada. Se rieron del viejo, lo consideraron una tortuga, un político anacrónico, un incompetente, pero la profecía fue trágicamente certera. El golpe del 28 de junio inició el ciclo de golpes fundacionales que se propusieron intervenir quirúrgicamente en el cuerpo de un país enfermo. Su versión corregida y aumentada se conocería el del 24 de marzo de 1976, pero la matriz donde el autoritarismo, la desnacionalización de la economía, la doctrina de la seguridad nacional y el terrorismo de Estado se conjugarían nació con Onganía.

Primera Plana y Tía Vicenta fueron las primeras revistas clausuradas, las mismas que se habían divertido de lo lindo con Illia. Sus periodistas ponderaban las virtudes de un gobierno ejecutivo y drástico. Y lo lograron. Onganía sería ejecutivo y drástico. “Pero ustedes están serruchando la rama del árbol donde están apoyados”, les dijo Osiris Troiani a los muchachos de Primera Plana que competían para ver quién escribía la nota más ingeniosa o más desenfadada contra “la Tortuga”. ¡Cómo festejaron la nota donde la mujer de Illia salía a hacer las compras con su delantal de ama de casa! ¡Qué vergüenza para la Nación que el presidente saliera de la Casa Rosada con su mujer del brazo, rompiendo así las leyes del protocolo que aconsejan que la esposa debe ir dos pasos atrás!

Después del golpe, se dijo que Illia cayó porque el peronismo estaba proscripto. Es una verdad a medias. Para 1965 el peronismo no estaba proscripto; en todo caso, el que estaba proscripto era Perón. ¿Es lo mismo? Más o menos. El primero que estableció una diferencia entre el peronismo y Perón, el primero en alentar la idea que Perón no retornaba porque no le daba el cuero, no fue un antiperonista, sino el dirigente peronista más importante y poderoso de entonces: Augusto Timoteo Vandor.

El radicalismo que asumió en 1963 se proponía transitar desde una democracia proscriptiva a una democracia ampliada. No era una tarea sencilla. La presión de los militares y los grupos de poder era muy fuerte. Dentro del mismo radicalismo algunos dirigentes mantenían intactos los resentimientos de 1955. Sin embargo, algunos pasos se fueron dando. Hubo imperfecciones, errores, pero está claro que en 1965 el sistema político era mucho más amplio que en 1963.

Lo que ocurre es que los opositores peronistas no estaban interesados en transitar de una democracia proscriptiva a una democracia ampliada por la sencilla razón de que ninguno de ellos creía en la democracia, ni en la proscriptiva ni en la ampliada. Su modelo de poder era un acuerdo corporativo entre sindicatos, Fuerzas Armadas y grupos patronales. Paulino Niembro, uno de los principales voceros del peronismo de la época, dijo por entonces que, después de Perón, el general que más respetaba era Juan Carlos Onganía. Más claro, echarle agua.

La historia ha reivindicado a Illia. Hay un amplio consenso sobre su honradez, su austeridad, su hombría de bien. En realidad, a esos valores ya se los reconocían cuando era presidente. Ni sus enemigos más encarnizados pudieron negarle atributos morales ejemplares. Esa decencia civil se mostraba a prueba de los cinismos e hipocresías en boga. Un ejemplo: nunca usó los fondos reservados. Corrijo: lo hizo una sola vez y fue para pagar pasajes de avión a una compañía de teatro independiente que había sido becada para participar de un congreso en París. Igual que María Julia Alsogaray.

Lo que ocurre es que, en aquellos años, cuando cierto eficientismo amoral se disfrazaba de modernizador, esas virtudes carecían de importancia. La honradez era anacrónica, se decía. Illia era honrado, pero inservible. No hace mucho Mariano Grondona admitió que Illia lo exasperaba, no era ejecutivo, no entendía el mundo en que se vivía, creía que gobernar era algo parecido a administrar un sanatorio en Cruz del Eje.

Las crónicas de la época se burlaban de su costumbre de salir a caminar a la caída de la tarde por Avenida de Mayo. Una vez le tomaron una foto sentado en un banco de la plaza Colón. ¡Una vergüenza!, clamaron los que iban a los bancos a otra cosa. Resultaba intolerable que un presidente fuera a un bar y tomara un café con los amigos. Finalmente lo consiguieron. Illia se fue y llegó Onganía. Ahora sí había un hombre eficaz. Onganía no perdía el tiempo, tampoco se distraía saliendo a caminar por el barrio; él siempre se trasladaba rodeado de guardaespaldas y, cuando aparecía en público, lo hacía montado en una carroza virreinal. ¿Era ése el gran estadista que deseaban Grondona, Montemayor y Timerman? “Creíamos que iba a ser Charles De Gaulle y nos desayunamos que ni siquiera estaba a la altura de Franco”, dijo uno de ellos desilusionado.

Sin embargo, la estatura histórica de Illia se reduciría si sólo se lo reivindicara por su integridad moral. El hombre que llegó a la presidencia de la Nación en 1963 exhibía más de treinta años de militancia política. Illia había sido ministro de Sabattini, vicegobernador de Del Castillo, legislador y gobernador electo de la provincia de Córdoba en 1962. Su imagen de hombre bueno y manso no estaba reñida con la de un político inteligente y astuto. “El tejedor”, dicen que le decían sus correligionarios cordobeses por su habilidad para armar acuerdos. “El Maquiavelo de Córdoba”, lo bautizó Mariano Montemayor.

Su trato con la gente era cordial, tenía un gran talento para relacionarse con los hombres sencillos. Storani ponderaba esa inusual capacidad que tenía para caminar por la calle y confundirse con la gente, lejos de los oropeles del poder, de su exhibición fatua y prepotente. Sobre su capacidad para tomar decisiones, pueden dar muy buen testimonio McClintock, el embajador norteamericano, a quien despidió del despacho porque se puso insolente con el tema de los contratos petroleros. Algo parecido le ocurrió a Sallustro, el representante de la Fiat, quien intentó seducirlo regalándole un auto. No era una Ferrari, pero era un auto caro. El empresario se retiró de la Casa Rosada con el portafolio sin abrir y las llaves del auto en el bolsillo.

La ley de medicamentos o la del salario mínimo vital y móvil sólo podía sacarla un presidente que conocía el ejercicio de la autoridad y sabía soportar presiones y amenazas sin alterarse. A la sugerencia de reprimir o declarar el Estado de sitio o aplicar el plan Conintes se la hicieron llegar amigos y adversarios, pero nunca cedió a las presiones. Sus amigos le insistían en que debía aparecer más en televisión. Siempre se opuso. Consideraba que un buen gobierno gana adhesiones con el ejemplo. Respetó hasta el último día la libertad de prensa y no recurrió al poder de la presidencia para montar un poder paralelo.

“La democracia está en peligro cuando un presidente puede decir lo que se da la gana”, les dijo a los militantes de la Juventud Radical que le pedían que fuera más duro con sus adversarios. Se dice que Illia cayó por negarse a montar un poder mediático paralelo, por considerar que un presidente civilizado no moviliza desde el Estado a sus seguidores y por resistirse a formar coaliciones de gobierno. “Yo no me vendo”, les dijo a quienes se ofrecieron ser sus operadores mediáticos y difundir su imagen. “¿Venderme? -continuó-, yo no me vendo. Yo soy como soy. El que quiera creer que soy una tortuga que lo crea, el que crea que soy el médico de Cruz del Eje que cura con peperina que lo crea. Yo soy el que soy… no me engalanen” . Impecable.

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