El 30 de octubre de 1983

El 30 de octubre de 1983, Raúl Alfonsín ganaba las elecciones nacionales convocadas por la dictadura militar y se iniciaba así el ciclo democrático más prolongado de nuestra historia nacional. El triunfo del candidato radical significaba por partida doble la derrota del régimen militar y del peronismo considerado imbatible en las urnas. La consigna contra el pacto sindical-militar lanzada por Alfonsín durante la campaña electoral había calado hondo en una sociedad harta de autoritarismo y que disponía de muy buenos motivos para suponer que existía una secreta solidaridad entre los burócratas gremiales de signo peronista y los militares.

El país entero salió a la calle a festejar la democracia conquistada, incluso los peronistas admitieron con hidalguía la derrota y reconocieron el nuevo período que se abría. Es más, para los analistas políticos, el triunfo del radicalismo había sido posible entre otras cosas porque un sector significativo del peronismo no acompañó la fórmula que se paseaba por el país quemando féretros y prometiendo retornar a los peores tiempos de Isabel y López Rega.

Veinticinco años después puede decirse, sin temor a exagerar, que aquellas jornadas de octubre de 1983 fueron las que movilizaron las pasiones más nobles de una sociedad que en los últimos años no se había distinguido por apoyar precisamente causas nobles. La democracia como sistema, como estilo de vida, rehúye los arrebatos épicos. Sin embargo, en aquellos años, después de haber padecido el oprobio de una dictadura militar criminal y corrompida, que hizo del terrorismo de Estado su exclusiva credencial de legitimidad, la recuperación de la democracia adquirió ribetes épicos, se vivió como una causa noble, honorable, que justificaba salir a la calle a luchar por ella o a mostrar la alegría por su llegada.

Raúl Alfonsín fue el dirigente que supo expresar con inusual talento y coraje civil esa epopeya que se expresó en un discurso laico, democrático y racional, cuya manifestación más elocuente y más emotiva fue el enunciado del prólogo de la Constitución Nacional en cada acto público.

La recuperación de la democracia en la Argentina se produjo en un contexto histórico singular. Por motivos relacionados con las condiciones internacionales de los años ochenta Äentre las que merecen destacarse el agotamiento de los regímenes castrenses apoyados por Estados Unidos, que proveía en Panamá de capacitación militar y en Washington de capacitación ideológicaÄ, las transiciones de las dictaduras a la democracia se habían puesto a la orden del día, aunque sería una simplificación grosera suponer que la democracia llegó a América Latina por decreto o por fatalidad histórica y que la lucha de los pueblos nada tuvo que ver con ella.

En cada país este proceso se expresó con sus modalidades, pero en la Argentina sin duda que lo que precipitó la salida política fue la derrota militar en la guerra de las Malvinas. Es verdad que para abril de 1982 la dictadura ya había perdido su capacidad ofensiva y que la sociedad civil se empezaba a movilizar en su contra, pero sin el papelón de Malvinas los acontecimientos seguramente se habrían desarrollado con otros tiempos, probablemente en otra dirección y con otro protagonismo de los militares.

Así y todo, la catástrofe militar de Malvinas no alcanzó para que los civiles se hicieran cargo del poder en lo inmediato. La renuncia precipitada de Galtieri y la asunción de Bignone dieron lugar a una transición irreversible, pero que en algunos aspectos intentó ser controlada por las Fuerzas Armadas. Fue en esos meses que los militares se preocuparon por impedir que el próximo poder civil revisara lo actuado durante la denominada lucha contra la subversión. Para ello, los militares sancionaron su propia ley de amnistía y fue en este punto en el que el peronismo puso en evidencia sus debilidades ideológicas, cuando no sus compromisos políticos con el régimen militar.

En efecto, a través de su principal candidato, el doctor Ítalo Luder, el peronismo se comprometió a reconocer la legitimidad de esa ley. Hoy los propios peronistas admiten que cometieron un error político grave al acatar la legalidad de la dictadura, aunque habría que preguntarse si la decisión aprobada por las máximas autoridades del peronismo fue un error o, por el contrario, fue la respuesta lógica y, en cierto sentido, previsible de una fuerza política que para entonces, y a través de sus exponentes sindicales más detestados, había manifestado una singular solidaridad con los operativos de la dictadura militar.

Es verdad que el régimen militar que derrocó al gobierno de Isabel Perón en 1976 fue muy duro con militantes peronistas, pero no es menos cierto que importantes dirigentes de esta fuerza política fueron cómplices del golpe, como lo prueba el hecho de que antes del pronunciamiento militar estuvieron de acuerdo en «exterminar» a la subversión, con todo lo que significaba en esas condiciones emplear el verbo «exterminar». Muchos dirigentes peronistas fueron a la cárcel delatados por otros dirigentes peronistas, a tal punto que, para el 24 de marzo de 1976, la cárcel de Coronda, por ejemplo, estaba repleta de presos cuya detención había sido ordenada por el gobierno de Isabel. A ellos habría que agregarle el dato históricamente probado de que al hábito de ejecutar a los disidentes lo inició el peronismo bajo la tutela de Isabel y López Rega y con el aval moral y político de Juan Domingo Perón.

La recuperación de la democracia en la Argentina tuvo sus inevitables límites, pero lo que interesa destacar es la formidable y hasta conmovedora respuesta de la sociedad a favor del Estado de Derecho. Seguramente, los archivos de la historia podrán exhibir experiencias de transiciones democráticas más formales, pero no más profundas. En aquellos años, recuerdo que para justificar algunos de los límites del poder democrático se advertía que lo que se había logrado era nada más y nada menos que iniciar un camino, que no se había ni asaltado la Bastilla ni tomado el Palacio de Invierno.

Sin embargo, y con las inevitables imperfecciones del caso, la transición democrática abierta el 30 de octubre de 1983 fue ejemplar. El logro más concreto es que dio inicio a la experiencia democrática más prolongada de nuestra historia y sólo por eso justifica con creces los honores que hoy se le rinde. Pero, en términos más singulares, habría que recordar que esta democracia conquistada pacíficamente por los argentinos en 1983 permitió poner punto final al pretorianismo político que desde 1930 condicionaba la política nacional.

Si para los eternos escépticos y desencantados lo sucedido en 1983 carecía de relieve estratégico o era apenas un paréntesis breve que anticipaba un nuevo retorno de los militares, los hechos probaron que la democracia en la Argentina venía para quedarse. Este dato podría relativizarse diciendo que en la mayoría de los países de América Latina ésa era la constante, pero en el caso particular de la Argentina no sólo la democracia vino para quedarse, sino que, en el camino y como garantía de esa perdurabilidad, el gobierno de Alfonsín produjo el acontecimiento más extraordinario, más insólito que registre la memoria de las Naciones democráticas: el juicio a las juntas militares.

Contradiciendo los consejos dictados por el sentido común o las advertencias sobre los riesgos que le aguardaban, advertencia a la que se sumaba más de un correligionario, Alfonsín tomó la decisión de sentar el precedente jurídico que puso fin a la impunidad, liquidó siete décadas de militarismo e instaló en el lugar de los criminales de lesa patria a un régimen militar considerado como el más feroz de nuestra historia.

En homenaje a la memoria, habría que decir que la iniciativa de Alfonsín incluyó a las juntas militares y las cúpulas guerrilleras. Si a esta decisión se la calificó con la metáfora de «los dos demonios», es un tema que los historiadores deberán seguir discutiendo, pero existe un amplio margen de certeza para suponer que, más allá de los recursos de la literatura, el sentimiento mayoritario de la población que votó por la democracia criticaba con parecida intensidad los atropellos del terrorismo de Estado y los delirios de la ultraizquierda que, en más de un caso, con sus operativos le hicieron el juego a la extrema derecha y fueron la excusa política del terrorismo de Estado.

Los veinticinco años de democracia no pueden, no deben, eludir el rol personal de Raúl Alfonsín. El añejo debate entre los historiadores acerca de la primacía de las estructuras o del sujeto puede suspenderse por un instante para admitir que efectivamente la personalidad de Alfonsín, sus convicciones democráticas, su asombrosa energía política, su increíble ascendiente moral, les dieron a aquellas jornadas un tono exclusivo, intransferible, de una emotividad que hasta el día de hoy sigue sensibilizando.

La democracia conquistada en 1983 fue un patrimonio colectivo que incluye a los ciudadanos, a las víctimas del terrorismo de Estado y a los grandes dirigentes de la democracia. Pero sería empobrecer la visión de aquellos años no enfatizar sobre las virtudes de ese liderazgo laico, republicano, honrado, que les permitió a los argentinos, no sé si por última vez, movilizarse en nombre de los ideales porque, importa advertirlo, nunca más esa nobleza de espíritu volvió a expresarse en la Argentina como pasión colectiva.

 

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