Marcelo T. de Alvear

 

 

Los radicales tienen el corazón dividido con Alvear. Por un lado, le reconocen linaje radical, no pueden negar que fue el presidente de la Nación, el conductor del partido en la década del treinta y un político convencido de los valores que defendía. Pero por el otro, lo consideran un oligarca infiltrado en las filas de la causa popular o un niño bien que recibió los beneficios del poder sin disponer de otro mérito para ello que el prestigio de su apellido.

En muchos comités radicales, el retrato de Alvear está ausente. Nadie lo niega, pero muy pocos lo reconocen. En Entre Ríos, su memoria es rescatada como consecuencia de la tradición antipersonalista de esta provincia, pero en Santa Fe, y en la mayoría de los distritos radicales, Alvear es un ausente, alguien que se menciona sólo cuando no queda otra alternativa.

Balbín y Frondizi se formaron de jóvenes al lado de don Marcelo. Lo acompañaron en las campañas electorales y sabían de su coraje cívico. Cuando en 1945 estos dirigentes encabezaron la corriente de Intransigencia y se enfrentaron con los unionistas, Alvear comenzó a ser impugnado. El cuestionamiento se justificó porque los principales colaboradores de Alvear eran unionistas, pero no dejó de ser una paradoja.

La intransigencia redactó el Programa Avellaneda que constituyó una propuesta avanzada del radicalismo, un conjunto de principios que durante casi tres décadas los radicales iban a defender a capa y espada. Lo curioso es que el antecedente de ese programa de signo laborista, ya estaba prefigurado en el programa que Alvear redactó para la campaña electoral de 1937, cuando con Mosca enfrentaron a la candidatura de Ortiz y la enfrentaron con propuestas alternativas que, para muchos observadores, fueron consideradas las más progresistas de la década.

En esos años, Alvear fue uno de los promotores de la estrategia frentista que en Europa promovían los partidos socialistas y comunistas. Aliadófilo y frentista, sus seguidores estaban a la izquierda y a nadie le llamó la atención que su candidatura ese año fuera apoyada por el Partido Comunista y que sus interlocutores políticos fueran Lisandro de la Torre y Alfredo Palacios.

No se trata de inventar un Alvear de izquierda o progresista. Si de alguna manera se lo pudiera encasillar habría que decir que fue un demócrata liberal que se identificó con el radicalismo desde su primera juventud. Para los nacionalismos de derecha y de izquierda que se desarrollaron en los años treinta, fue la víctima propicia, el chivo expiatorio. Alvear encarnaba la entrega nacional, el vaciamiento ideológico y doctrinario del gran partido popular, la expresión de la derecha oligárquica en las filas nacionales y otras lindezas por el estilo.

Los muchachos de Forja nunca fueron muchos y su actuación política sólo fue importante para la literatura. Para 1945, Homero Manzi era más conocido por sus tangos que por su militancia en Forja. Cuando la mayoría de ellos se pasó con armas y bagajes al peronismo y el peronismo se transformó en una estrategia política exitosa, su relato histórico logró imponerse con tal fuerza que hasta los radicales se lo terminaron creyendo.

Para Forja, el radicalismo es yrigoyenista o no es, una afirmación históricamente discutible. Según su punto de vista, a la muerte de Yrigoyen el partido fue copado por los conservadores cuya cabeza visible era la testa calva y elegante de Alvear. La corrupción de los años treinta -una nimiedad al lado de la que conoceríamos después- y la participación del radicalismo en las elecciones del régimen daban cuenta de esa capitulación. El relato, para los forjistas, era de una asombrosa linealidad: agotado el movimiento nacional con la traición de Alvear y los alvearistas, su sucesor sería el peronismo, del cual ellos estarían llamados a labrar su orientación.

La victoria de Forja fue, en realidad, la victoria ideológica del peronismo que logró imponer un relato que legitimaba su presencia histórica con un discurso nacional y popular. Forja escribió ese relato, pero no se benefició con su invento. Perón, y muy en particular Evita, no fueron muy generosos con los forjistas. La mayoría ocuparía cargos menores en la provincia de Buenos Aires bajo el amparo de Domingo Mercante. Cuando este coronel -leal a Perón- cayó en desgracia, los forjistas lo acompañaron en el derrumbe.

Forja desapareció como expresión política, pero quedó presente como mito. En la década del setenta, los peronistas de la resistencia recuperaron esa memoria con su cuota de mistificaciones y leyendas que poco y nada tenían que ver con la realidad. Que los peronistas hayan inventado este relato y además se lo hayan creído, a nadie debería llamarle la atención. Lo sorprendente es que ese mismo relato fue consumido por sectores importantes del radicalismo, más identificados con Forja que con Alvear, una verdadera operación de masoquismo político ya que el presupuesto teórico fundador del forjismo era el agotamiento del viejo radicalismo y su reemplazo, en la mitología de los movimientos nacionales, por el peronismo.

Félix Luna, luego de declarar que como militante de la juventud radical combatió a Alvear, concluye reivindicándolo. El reconocimiento no es lineal, pero es sincero y justo. Para Luna, Alvear pudo haberse equivocado, efectivamente encarnó una estrategia política en los años treinta que no fue la más certera, pero sin dudas fue un político honrado y sincero que defendió con lealtad y coraje sus convicciones en una coyuntura política muy compleja en la que no era sencillo encontrar salidas.

En efecto, las respuestas de Alvear a la crisis del treinta fueron las de un político que responde con los recursos que está acostumbrado a manejar. Es probable que el levantamiento de la abstención en 1935 debería haberse planteado en otras condiciones, pero también está claro que la estrategia de asaltar cuarteles o programar revoluciones radicales podrán haber sido muy heroicas, muy valientes, pero sólo conducían a la derrota.

En 1930, Alvear tenía más de sesenta años. Había sido presidente de la Nación, embajador, diputado. Sin embargo, cuando regresó de París en lugar de irse a los brazos de Uriburu o Justo se fue con los radicales y de allí en más se dedicó a tiempo completo a organizar un partido disperso y derrotado. Lo hizo a su manera, con sus límites, pero lo hizo.

Por supuesto que siempre se le reprochó su origen familiar. Alvear era nieto de Carlos, el joven que llegó con San Martín en la fragata George Canning y era hijo de Torcuato, el primer intendente de la ciudad de Buenos Aires. Su madre era una Pacheco, hija del general Pacheco, una de las primeras espadas de Rosas.

Marcelo nunca dejó de ser un patricio. Ni aunque se lo hubiera propuesto lo habría podido hacer. Era un niño bien que a diferencia de los niños de su clase en lugar de sumarse a los partidos conservadores decidió ser radical. A Alvear se le reprocha su origen familiar como si él fuera responsable de ello, pero se calla su decisión política, sobre todo en alguien que por apellido y fortuna tenía abiertas las puertas del régimen conservador para ser uno de sus principales representantes.

Su secretario privado lo definió como un político con cabeza de demócrata y corazón de patricio. No estaba del todo equivocado. Alvear fue eso y pretender de él algo distinto sería violentar su identidad. Lo que sucede es que no fue el único radical que pertenecía a las clases altas, pero sólo la leyenda puede suponer que en el radicalismo no había apellidos ilustres. «En la provincia de Buenos Aires, las vacas son radicales», solía decir con un toque de ironía ese gran conservador que fue Emilio Hardoy.

Los primeros en reconocer la identidad radical del niño Marcelo no fueron sus amigos conservadores, sino el propio Hipólito Yrigoyen. Alguna vez habrá que escribir sobre la extraña relación que sostuvieron estos dos hombres. En principio, a los biógrafos de Yrigoyen no deja de llamarles la atención las debilidades que un político consumado como Yrigoyen tenía con el niño Marcelo. Recordemos que fue Alvear quien lo acompañó como padrino en su famoso duelo con Lisandro de la Torre. Que cuando el radicalismo ganó las elecciones en 1916, Yrigoyen le propuso el Ministerio de Guerra y como Alvear lo rechazó le dio la embajada en Francia, el lugar donde el niño Marcelo estaba cómodo y feliz con su querida Regina. No olvidemos que en 1922, Alvear fue candidato a presidente gracias al dedo de Yrigoyen y recordemos que Yrigoyen ganó en 1928 las elecciones no sólo porque el gobierno de Alvear fue bueno, sino porque éste se negó a intervenir la provincia de Buenos Aires como se lo exigían a los gritos sus amigos antipersonalistas.

Es verdad que tuvieron diferencias, pero esas diferencias fueron más ásperas entre los yrigoyenistas y los alvearistas que entre Alvear e Yrigoyen. Alvear no estuvo de acuerdo con el neutralismo de Yrigoyen en la Primera Guerra Mundial, pero esas diferencias entre ellos no eran insalvables, de haberlo sido no lo hubiera propuesto como candidato a presidente un año después. También es cierto que después del golpe de Estado de 1930 las declaraciones de Alvear en París en contra de don Hipólito fueron duras e injustas.

Marcelo Torcuato de Alvear nació el 4 de octubre de 1868. Buenos Aires entonces era una ciudad de 160.000 habitantes. Cuando muere en 1942, la ciudad tendrá más de dos millones de habitantes.

La biografía de Alvear hay que pensarla como la de alguien que llega al mundo cuando la Argentina era una aldea y se marchó al silencio cuando fue una gran nación cosmopolita.

En esos años pasan muchas cosas, demasiadas, para quien será un protagonista de primera línea.

Por apellido, por posición económica, por linaje en definitiva, Alvear pertenecía al patriciado. Ya dijimos que por el lado paterno sus mayores habían sido guerreros, políticos, y que por el lado de la madre, fueron militares de las guerras civiles y de las guerras de la independencia. El niño Marcelo se cría en un hogar patricio en el que sus mayores están convencidos de que fundaron la patria y que les corresponde cuidarla para que marche por buen rumbo. Esa marca de clase no la perderá nunca.

Marcelo estudia en el Colegio Nacional y después se recibe de abogado en la UBA. Es un muchacho alto, buen mozo, generoso e irascible. Como los chicos de su clase, practica la esgrima, el boxeo, y tiempo después le gustarán los autos de carrera y los caballos. Con sus amigos, que pertenecen a familias más o menos similares, frecuenta los locales nocturnos, los piringundines de los bajos fondos y cada vez que se les presenta la ocasión demuestran que además de niños bien pueden ser guapos con el revólver o los puños.

La política es otra de sus pasiones juveniles. En este punto, el niño Marcelo tomará una decisión a la cual será leal toda la vida: se afiliará a la Unión Cívica Radical. No es el primer niño bien que lo hace y tampoco será el último. En el radicalismo los apellidos tradicionales abundan y sólo la novelería ideológica o las fantasías populistas pueden imaginar algo diferente. En todo caso lo que diferencia a Alvear de otros señoritos que militan en la UCR es su talento y su suerte, su destino en definitiva.

Una noche Alvear descubre en el teatro a la mujer de su vida: Regina Pacini. Se enamorará de ella de una vez y para siempre. Acostumbrado a que nunca le nieguen nada, deberá soportar sus desplantes. Por ella recorrerá el mundo manifestando en cada una de las capitales donde la encuentre su amor incondicional. Regina era una famosa cantante de ópera aplaudida en los teatros de Milán, Roma, Florencia, Viena, Moscú. Por todas esas ciudades, el niño Marcelo transitará con sus penas de amor. Finalmente Regina se rendirá a sus brazos.

Se casaron en 1907 y nunca más se separaron. En Buenos Aires, la noticia cayó como una bomba. Las hijas de las familias bien no aceptaban que el mejor candidato de la ciudad se casara con una cantante, con una cupletera, como decían con desdén. La leyenda cuenta que en una ocasión Marcelo entró al salón con Regina y todas las señoritas de la tertulia le dieron la espalda, en un gesto de manifiesto desprecio. Alvear las miró y desde su altura, con todo el vozarrón dijo: «Regina, no te hagás problemas que a todas ésas que te dan la espalda yo les he levantado las polleras». El era así: impulsivo, imprudente, generoso.

Alvear no dejó la política por su casamiento pero dejó el país. Como todos los niños bien de su tiempo se fue a vivir a París. Allí adquirió su famosa residencia Coeur Volant donde recibirá a amigos, ofrecerá fiestas y será su hogar hasta 1922, fecha en que abandona esa ciudad Ä«O revoir Paris» dice en su discurso de despedidaÄ para hacerse cargo de la presidencia de la Nación.

Alvear siempre se sintió radical. Reunía todas las condiciones para atribuirse esa identidad política: estuvo en la Revolución del Parque, acompañó a Alem en sus giras electorales, fue amigo y protegido de Yrigoyen, cumplió tareas importantes en la revolución radical de 1893. Importa saberlo: Alvear creía en la UCR y esa creencia no lo obligaba a renunciar a los privilegios de su clase.

¿Esto autoriza a pensar que Alvear era un conservador? O peor aún ¿un infiltrado por los conservadores en las filas del partido popular? Las lecturas conspirativas sirven para cualquier cosa menos para pensar la historia. Suponer que los conservadores se reunieron en una casa a altas horas de la noche y le ordenaron a Alvear infiltrarse en la UCR es un disparate que no sirve ni siquiera para armar un mal folletín.

Suponer que era conservador merecería algunas aclaraciones. En principio, a la derecha de Alvear había muchos lugares disponibles. Radicales como Manuel Carlés, más cercano al fascismo que a la UCR, dan testimonio de que Alvear no era el más derechista. Muchos radicales antipersonalistas estaban cómodos a la derecha de Alvear y ni hablar de los caudillos conservadores como Barceló, Ugarte, Villanueva, Sánchez Sorondo, por mencionar a los más conocidos, pero no los únicos.

Alvear vivió en París hasta 1912. A veces regresaba a la Argentina a pasar unos días y se reunía con sus amigos radicales, pero su domicilio fijo era Coeur Volant. Cuando en 1912 se sanciona la Ley Sáenz Peña, el partido lo designará candidato a diputado nacional por la ciudad de Buenos Aires. Es el tercero en la lista. Llama la atención que ya para entonces sea tenido en cuenta por los dirigentes del partido a la hora de pensar en candidaturas.

En 1916 Yrigoyen lo nombra embajador en Francia. El niño está de parabienes. Regresará a París y ahora lo hará en nombre del gobierno en cuyo partido ha militado siempre. En 1922 está en París cuando le informan que Yrigoyen, a través de su célebre media palabra, ha decidido que sea el candidato a presidente. Debido al hermetismo con que don Hipólito rodeaba a sus decisiones, nunca se supo el motivo por el cual decidió poner al niño Marcelo en la Casa Rosada. Algunos dicen que lo hizo para conjurar el frente de tormenta abierto con los militares y las clases altas. En efecto, la oposición vociferaba en las calles y en los diarios que el país estaba gobernado por una chusma, un malón analfabeto. Con un presidente de apellido Alvear, se verían obligados a callarse o a cambiar de discurso.

La otra especulación que circula es que Yrigoyen creía que Alvear no iba a soportar los agobiantes deberes de la presidencia e iba a presentar la renuncia a los pocos meses. Para ello -se pensaba- estaba el vicepresidente Elpidio González, un yrigoyenista ortodoxo que se haría cargo de la presidencia, lo cual sería como si Yrigoyen continuara en el poder.

Todas estas especulaciones chocaron ante la realidad de un Alvear que demostró tener voluntad de poder. Si Yrigoyen y los yrigoyenistas pensaban que el niño Marcelo era un pusilánime, pronto se convencerían de su error. La primera decisión de Alvear fue constituir un gabinete integrado por grandes celebridades. En ese equipo de ministros había sólo un yrigoyenista, el resto eran intelectuales y técnicos, algunos de ellos ni siquiera afiliados al radicalismo. Con orgullo, Alvear le decía a periodistas y amigos que tenía un gabinete de lujo y que si él se moría cualquiera de ellos podría hacerse cargo de la presidencia.

Alvear rompe con el estilo yrigoyenista de gobernar. Su estampa elegante, su calva distinguida, se destacaba en las fotos que los diarios y las revistas tomaban diariamente. A diferencia de don Hipólito, Marcelo frecuenta teatros, hipódromos, locales nocturnos, embajadas. Siempre está acompañado de personajes famosos. Pueden ser reyes, políticos, artistas de la farándula. Si Yrigoyen no conversaba con los militares, Alvear lo hace y les ofrece cargos. Agustín Justo, sin ir más lejos, será su ministro de guerra.

Sin dudas que hay diferencias entre ellos, pero de allí a suponer un yrigoyenismo popular y un alvearismo oligárquico hay una gran distancia.

Es probable que detrás de Alvear se hayan alineado los sectores conservadores del partido, pero también eran antipersonalistas los radicales de San Juan, Mendoza y La Rioja, tan o más populistas que los yrigoyenistas. Discurrir acerca de un alvearismo representativo de los intereses de los ganaderos invernadores y un yrigoyenismo ligado a los criadores, es una barbaridad o una mentira. Es más, si de correr por izquierda se trata, durante el gobierno de Alvear no se dan las represiones que se produjeron con Yrigoyen en la Patagonia, los talleres Vasena y la Forestal.

Si a Yrigoyen se le atribuye el nacionalismo económico como una de sus banderas antiimperialistas, habría que recordar que quien designó al general Mosconi al frente de YPF fue Alvear. Cuando en 1926 los radicales antipersonalistas le exigen a Alvear que intervenga la provincia de Buenos Aires para sacar al gobernador yrigoyenista, éste se opone y en algún momento los saca a los gritos de su despacho.

Las diferencias entre Alvear y los antipersonalistas han dado lugar a que Alain Rouquie diga que en realidad hubo tres radicalismos en esos años: los personalistas, los antipersonalistas y los alvearistas. Rouquié distingue a los antipersonalistas de los alvearistas. Cuando en 1933 el partido se une bajo la jefatura de Alvear, yrigoyenistas y alvearistas estarán juntos, mientras que los antipersonalistas integrarán la Concordancia, la coalición conservadora de la que nunca más se irán.

Alvear entregó el poder en 1928. Lo hizo sin ostentaciones y manteniendo su independencia como presidente de la Nación. En ese momento los yrigoyenistas le reprochaban haber sido el artífice de la división partidaria y el discípulo ingrato y traidor a su maestro, mientras que los antipersonalistas no le perdonaban haberse negado a intervenir la provincia de Buenos Aires.

Si en el balance histórico al radicalismo se le reconoce ser el partido de la legalidad democrática, Alvear fue el exponente más claro de esa tradición. El honor lo puede exhibir con igual o más autoridad que Yrigoyen. Basta para ello observar la diferencia entre provincias intervenidas o las relaciones con el Poder Legislativo para preciar el carácter republicano de la gestión de Alvear.

Los yrigoyenistas, algunos por lo menos, sostienen que don Hipólito no era tan escrupuloso con los procedimientos democráticos porque pretendía una verdadera revolución, mientras que Alvear, más conservador, se subordinaba al legalismo jurídico impuesto por la oligarquía. Estas disquisiciones ideológicas podrán ser muy combativas pero adolecen del problema de no ser verdaderas.

Suponer que Yrigoyen pretendía algo parecido a una revolución social o nacional es un disparate que al primero que asombraría sería al propio Yrigoyen. Puede que en el yrigoyenismo haya habido componentes populistas más definidos que en el alvearismo, pero así y todo en esta afirmación habría que ser prudente porque, como ya lo decíamos en notas anteriores, los Lencinas y los Cantoni eran la encarnación misma del populismo lugareño y al mismo tiempo mantenían pésimas relaciones con Yrigoyen.

«Marcelo es radical» repetía Yrigoyen después del golpe de 1930. La frase se la decía en voz baja a sus seguidores que no le perdonaban a Alvear las disidencias pasadas y mucho menos las declaraciones hechas desde París al diario La Razón dos días después del golpe de Estado. «No tiene mística, pero es radical», insistía el viejo caudillo que siempre tuvo debilidades por Marcelo.

La orden de perdonar a Marcelo viene de Yrigoyen, pero es aceptada porque los radicales comprenden que Alvear es la figura clave para reorganizar el partido después de 1930. Es cierto, sus declaraciones en París fueron injustas, ingratas e imprudentes, pero la política tiene sus propias reglas, y un dirigente como Yrigoyen las manejaba con la exquisitez de un artista.

Vale la pena recordar aquellas declaraciones para entender a Alvear, pero también para apreciar la grandeza de Yrigoyen:

«Tenía que ser así. Yrigoyen, con una ignorancia absoluta de toda práctica de gobierno democrático, parece que se hubiera complacido en menoscabar las instituciones. Gobernar no es payar. Para él no existían ni la opinión pública ni los cargos ni los hombres. Humilló a sus ministros y desvalorizó las más altas investiduras. Quien siembra vientos recoge tempestades. Da pena ver cómo este hombre, que encarnaba los anhelos de la libertad del sufragio, que tenía un puesto ganado en la historia al dejar su primera presidencia, destruyó su propia estatua… A mi gobierno de carácter pacífico y respetuoso, debe Yrigoyen los 800.000 votos de los que se envaneció luego y, tan desdichadamente, que lo cegaron por completo… El que dirigió varias revoluciones, en las que nosotros participamos, no logró hacer triunfar ninguna. En cambio ve triunfar la primera que le hacen a él. Más le valiera haber muerto al dejar su primer gobierno; al menos, hubiera salvado al partido, la única fuerza electoral del país rota y desmoralizada por la acción de su personalismo. Sus partidarios serán los primeros en repudiarlo. Estuvieron a su lado mientras fue el ídolo de la opinión, pero no podían quererlo hombres a los que humilló constantemente. En la primera presidencia debe haber no menos de 50.000 expedientes sin firmar. Mi despacho en cambio quedó al día…. Si se reconoce ahora la bondad en mi gobierno, es por lo mismo que la falta de salud se reconoce cuando aparece la enfermedad… Su gobierno fue neutral durante la guerra mundial, porque era la única manera de no hacer nada en aquellos momentos…».

Entre 1922 y 1928 Alvear e Yrigoyen se vieron una sola vez y fue cuando hubo que ordenar la sucesión del mando. Estas eran por lo tanto las primeras declaraciones públicas de Alvear contra Yrigoyen. Se sabía de las diferencias entre estos hombres, pero convengamos que Alvear no eligió el mejor momento para hacerlas saber al gran público. Por su parte, Yrigoyen nunca respondió una palabra. Era su estilo. Esa era su fortaleza y tal vez su debilidad. Pero la reconciliación la inició Hipólito. Fue él quien vio en Alvear al hombre capaz de expresar la unidad del partido. Esa capacidad para superar enconos personales en nombre de una causa hacen de Yrigoyen un político más completo que Alvear.

Las declaraciones de Alvear a La Razón, además de imprudentes e injustas faltan a la verdad en muchos aspectos. Yrigoyen podría haberlas refutado con comodidad. No lo hizo. Es probable que Alvear luego se haya arrepentido de lo que dijo. Sus amigos dicen que estaba en Europa, su información era incompleta y con los únicos que se relacionaba eran con los antipersonalistas más rabiosos. Si se arrepintió o no, no lo sabemos. Formalmente nunca lo hizo, aunque de hecho su conducta posterior fue respetuosa con Yrigoyen.

Si para los populistas el liderazgo de Alvear expresa la decadencia de la UCR, para los alvearistas, que los hay y no son pocos, la década del treinta son los años de gloria de don Marcelo. Los radicales recuerdan aquella tarde de mayo de 1931 cuando don Marcelo llegó al puerto y allí lo estaban esperando todos, es decir los radicales, el dictador Uriburu y el general Justo. Una vez más el destino lo colocaba a Alvear ante una situación privilegiada y dramática. Para Uriburu, don Marcelo era el candidato confiable, el hombre que se diferenciaba de los yrigoyenistas y podía oponerse en serio a Justo. Para Justo, es el antipersonalista ideal, el candidato que puede legitimar sus aspiraciones. Los otros que lo esperan son los radicales. Allí están mezclados personalistas y antipersonalistas, jóvenes y veteranos. Las desgracias, las persecuciones, el fraude, han empezado a unirlos. En ese momento Alvear toma una decisión histórica, una decisión que lo va a honrar pero le va a costar persecuciones y exilios.

Alvear se va con los radicales. Una vez más Yrigoyen no se había equivocado: «Marcelo es radical». No será el más combativo, el más progresista, pero es sin duda el más representativo. Después demostrará que puede llegar a ser el más valiente y, en algún momento, el más popular.

Su elección a favor del partido en el que militó toda la vida fue coherente con su trayectoria y su temperamento. Alvear podía ser impulsivo, irascible, pero era al mismo tiempo leal, generoso, amigo de los amigos y, por sobre todas las cosas, estaba convencido que el radicalismo era la garantía de la democracia en la Argentina.

Se le reprocha no haber alentado la lucha armada o no haber aprovechado la crisis de los años treinta para profundizar la propuesta programática del partido en una dirección antioligárquica. Los reproches pueden ser válidos, siempre y cuando se acepte que la UCR no tenía la obligación de ser un partido de izquierda o algo parecido.

Marcelo era radical, pero los que lo conocieron aseguran que además era un buen tipo, un tipo querible más allá de sus arrebatos temperamentales, de su lenguaje plagado de palabras cultas y palabrotas. Su amiga Victoria Ocampo, una de las grandes mujeres argentinas del siglo veinte, para mí la más importante, lo describe con su sensibilidad. Ubiquemos el escenario. En 1968, para los cien años del nacimiento de Alvear, se hizo un gran acto público. Allí Victoria leyó este texto. «Ésta, querido Marcelo, es la carta más personal que te habré escrito. Te la escribo como si la fueras a leer porque tu presencia dura. No tengo ya favores que pedirte para nadie, ni miedo de abusar de tu paciencia. Tengo un dato que darte: has tenido amigos fieles. A pesar del lugar y las circunstancias no voy a dirigirte esta carta en un tono extraño al de nuestras conversaciones durante tu vida… Se pueden pronunciar arengas fúnebres muy elocuentes. Pero yo no sabría hacerlo. Vengo aquí con las mismas palabras que usaba cuando vivías; cuando no eras y eras presidente. La Presidencia no te cambió. No sé si transforma a otros porque has sido el único presidente que he conocido en el terreno de la amistad y el único a quien he llamado por teléfono como a cualquier ciudadano sin título. Eras accesible y solías ser impaciente. Nunca lo fuiste conmigo pero te ví serlo. Si hablara de vos hoy, como un ser inverosímilmente perfecto, me parece que te estaría matando de veras en mi memoria…».

 

 

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