Aquel 4 de junio peronista

El 4 de junio de 1946 Juan Domingo Perón asumía como presidente electo de los argentinos. Seis años después elegiría esa misma fecha para asumir la presidencia correspondiente a su segundo mandato. En los dos casos, su vicepresidente sería el radical correntino Hortensio Quijano. La fecha no era fortuita: evocaba la asonada militar perpetrada en 1943 contra el presidente conservador Ramón Castillo. Que Perón haya decidido asumir el 4 de junio, significaba que para él y su séquito político y militar esa fecha era considerada como el punto de partida de una experiencia que culminaba exitosamente con una salida electoral.

Esa mañana Perón dijo su primer discurso como presidente ante la Asamblea Legislativa. Lo hizo vestido con uniforme militar y se dirigió a sus seguidores, porque los legisladores de la oposición decidieron no hacerse presentes en el acto, prefigurando de ese modo la estrategia política que habrían de seguir de allí en más.

Desde el Congreso la caravana presidencial se dirigió a la Casa Rosada por Avenida de Mayo. Las crónicas registran que la mañana era fría y desapacible, pero que cerca del mediodía había salido el sol. Cuando la caravana oficial llegó a la Catedral, se detuvo un instante para que Perón rezara una oración. Demás está decir que todos estos actos y gestos habían sido previamente acordados y estaban cargados de simbología política

En la Casa Rosada lo esperaba el presidente Edelmiro Farrell para entregarle los símbolos y atributos del mando. El abrazo de Farrell con Perón lo registra en imágenes un noticiero norteamericano. Es el abrazo de dos funcionarios y dos camaradas de armas que desde fines de 1943 actuaron de común acuerdo para delinear una estrategia de poder. Aún no se ha escrito una historia que le otorgue a Farrell, el lugar que ocupó en estos años cargados de incertidumbres y acechanzas políticas. Tampoco se ha dicho nada importante acerca de la naturaleza de la sociedad que forjó con Perón y del rol que le correspondió jugar en las jornadas que habrían de culminar el 17 de octubre en una primera etapa y, luego, en las elecciones del 24 de febrero de 1946.

Pero ese 4 de junio de 1946 una apreciable multitud se volcó a las calles para saludar a las nuevas autoridades. Perón fue elegido por el voto ciudadano, pero lo que predominaba en el escenario eran las sotanas y los uniformes militares. A nadie le debería llamar la atención esa sugestiva presencia. El poder político de la nueva fuerza que acababa de constituirse y que se conocía con el nombre de peronismo contaba entre sus principales aliados y soportes a las fuerzas armadas, a la policía y a la Iglesia Católica, institución esta última que había recibido, entre otras garantías, la seguridad de que el gobierno implantaría la enseñanza religiosa en las escuelas y no promovería el divorcio. El otro protagonista que se sumará a los festejos de esa jornada será el movimiento obrero y, en particular, lo que ya empieza a ser considerado como la columna vertebral del movimiento, es decir, los sindicatos.

Digamos que las jornadas de 1946 no deshonran a las de 1943. Por lo pronto, Perón las reivindica en toda la línea, las reconoce como inspiradoras de la nueva realidad política que vive la Argentina. Estas consideraciones son las que habilitan a más de un historiador a decir que la fecha de nacimiento del peronismo fue el 4 de junio de 1943, que allí están prefiguradas las líneas centrales del flamante movimiento nacional. ¿Fue así? Más o menos. A la versión canonizada u oficial se opone la interpretación que sostiene que el peronismo fue una construcción histórica y que su fecha de nacimiento es el 17 de octubre de 1945.

La discusión trasciende la cronología. Por lo general el peronismo ortodoxo en sus versiones conservadoras y neofascistas reivindican el 4 de junio, mientras que las versiones más populistas y de izquierda ponen el acento en la movilización obrera del 17 de octubre. Si desde el punto de vista político, cualquiera de estas interpretaciones pueden admitirse, desde el punto de vista histórico son inaceptables o, por lo menos, incompletas.

El 4 de junio de 1943 y el 17 de octubre de 1945 no fueron, no pueden ser fechas antagónicas. Las conclusiones políticas que se elaboran en estos casos suelen estar reñidas con el saber histórico que no tiene las urgencias de la política ni la necesidad de simplificar en consignas procesos complejos. El peronismo como fuerza política se prefigura a partir del 4 de junio de 1943 o, para decirlo con otras palabras, no sería pensable sin la asonada militar del 4 de junio que desplaza a los civiles del poder y coloca a las fuerzas armadas en el centro de las decisiones políticas.

Digamos que en la historia argentina hay un antes y un después al 4 de junio. Derrocarlo a Castillo no insumió demasiados esfuerzos, pero luego los golpistas se vieron colocados ante el desafío de dar una respuesta adecuada a dos acontecimientos centrales de ese tiempo: el régimen conservador que había gobernado durante la década del treinta y que ya estaba agotado y la guerra mundial cuyo desenlace aún no se conocía o, para decirlo con más propiedad, un sector importante de los militares argentinos se negaba a admitir que la derrota del Eje después de lo de Stalingrado era inevitable.

Los historiadores para interpretar estos hechos recurren al concepto teórico de crisis. Hablan de una crisis de legitimidad, de representación y de dominación, una crisis estructural que se manifiesta incluso en una crisis de liderazgos porque en enero de 1943, muere el gran caudillo político y militar que fue Agustín Justo. Unos meses antes habían muerto Marcelo T. de Alvear y Roberto Ortiz, motivo por el cual los principales dirigentes políticos de la década del treinta desaparecen. Más de un observador de la época asegura que los coroneles del GOU jamás se hubieran animado a dar los pasos que dieron si Justo hubiera vivido.

Lo cierto es que por diferentes motivos el régimen conservador estaba agotado. Los paradigmas dominantes en todos los partidos políticos y fuerzas sociales eran a favor de la intervención económica del Estado. Estas ideas circulaban entre los oficiales de las fuerzas armadas y también entre los principales dirigentes políticos de los partidos tradicionales. El nacionalismo económico, la democracia social, el rol del estatal en el control de los recursos energéticos considerados estratégicos, eran consignas que preocupaban a un abanico social que iba desde los radicales alvearistas a los socialistas de izquierda y desde los conservadores a los militares y sacerdotes preocupados por el destino de la nación.

O sea que para inicios de la década del cuarenta existía de manera difusa, inorgánica, si se quiere, una expectativa de cambio, expectativa que en todo caso debería definir sus contenidos más reales. El golpe de estado del 4 de junio de 1943 fue el único de nuestra historia que se realizó prácticamente sin participación civil y que, sin embargo, tuvo una salida política popular. Esto no ocurrió exactamente así con el de 1930 y tampoco ocurrirá con los siguientes.

No fue ésta su exclusiva singularidad. De sus protagonistas iniciales podría decirse que sabían lo que no querían, pero carecían de ideas respecto de una estrategia a mediano y largo plazo. La indefinición y la improvisación fueron algunos de sus rasgos centrales en los primeros meses. El otro dato curioso de este golpe es que en sus inicios contó con el apoyo de todos los partidos políticos y fuerzas sociales. En particular de los radicales, considerados en ese momento el partido mayoritario por excelencia.

Los políticos sabían que del régimen conservador no había que esperar nada bueno y mucho menos una salida electoral que propiciara para la presidencia de la nación, la candidatura del magnate azucarero salteño don Robustiano Patrón Costa. Para los políticos de entonces conspirar o intrigar con los militares no era una actividad prohibida. En el caso de los radicales estas prácticas se nutrían de una larga tradición. Contar con oficiales para hacer política era una actividad que después de 1930 se había legitimado aún más. En el caso de los radicales esperaban que un grupo de oficiales democráticos, nacionalistas y neutralistas tomaran el poder para poner fin al régimen conservador y convocara a elecciones.

Por lo tanto el 4 de junio no fue en principio una fecha infausta para los partidos democráticos. El único partido que advirtió acerca de la naturaleza fascista del golpe de estado fue el Partido Comunista, advertencia que por supuesto nadie tomó en cuenta. Ramírez, después de todo, se decía que era radical. Aún no se conocía con certeza el rol de los oficiales del GOU, pero lo poco que se sabía no era para alarmar a nadie.

Fue el único golpe de Estado de nuestra historia capaz de producir su propio candidato y legitimarlo tres años después en un proceso electoral. Lo novedoso es que los protagonistas iniciales de la asonada no eran del todo concientes de la trascendencia de sus acciones. El régimen conservador del presidente Ramón Castillo estaba agotado y no hizo falta movilizar a la población para derrumbar un poder político que había perdido toda capacidad de reproducirse hacia el futuro y carecía de liderazgos visibles o invisibles.

De todos modos, no deja de llamar la atención que el único pronunciamiento castrense en nuestra historia que careció de apoyo civil, que transcurrió ante la indiferencia y el desencanto de la sociedad, haya sido al mismo tiempo el que generó desde sus entrañas el movimiento popular más importante de la segunda mitad del siglo veinte.

No se equivocan los historiadores cuando señalan que el 4 de junio de 1943 marca un antes y un después en la historia nacional. Para unos fue el pasaje de la Argentina premoderna a la Argentina moderna o la transición de la Argentina rural a la Argentina industrial. Otros, en tanto, estiman que el peronismo representó el desembarco del fascismo en nuestro país y el inicio de una larga decadencia como nación.

El año 1943 marca también un punto de inflexión en el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, el acontecimiento que condicionaba las decisiones más trascendentes en un país cuya economía seguía dependiendo del comercio con Europa. En enero de ese año los nazis fueron derrotados en Stalingrado y el desenlace de esa batalla -que duró casi seis meses- inició la cuenta regresiva de quienes hasta ese momento habían asombrado y aterrorizado al mundo con su demoledora eficacia militar.

Sin embargo, en la Argentina la derrota de los nazis no afectó las certezas de una élite militar cuyos principales protagonistas seguirán creyendo a lo largo de todo ese año que la guerra mundial sería ganada por el Eje. No fue éste el único diagnóstico equivocado de los coroneles del GOU. Los jefes militares no sólo se equivocaron en el resultado de la guerra, en 1945 supusieron que la potencia dominante seguiría siendo Gran Bretaña. Y, al año siguiente, alentaron la fantasía de que la salvación nacional provendría de una tercera guerra mundial, pronóstico que, como la historia se encargaría de demostrar, no ocurrió; o por lo menos no ocurrió como lo preveía Perón.

No deja de ser una paradójica lección política que los dirigentes que se equivocaron en los diagnósticos más importantes de su época, hayan sido, a la vez. los fundadores de una experiencia de masas que para constituirse requirió de audacia, imaginación y, por qué no decirlo, de una dosis importante de suerte.

Estudiar las vicisitudes del golpe de Estado de 1943 hasta su desenlace en 1946 es estudiar las contradicciones internas de un movimiento político en un escenario cambiante. Que en esas condiciones Perón haya sido capaz de construir una fuerza política cuya trascendencia histórica está fuera de discusión, no hace más que poner en evidencia su capacidad para comprender, aunque más no sea intuitivamente, las corrientes subterráneas de la historia, aquellas que terminan modelando los acontecimientos.

Tres presidentes militares hubo entre 1943 y 1946: Arturo Rawson, Pedro Pablo Ramírez y Edelmiro Farrel. Rawson no llegó a estar una semana en el poder y su paso por la presidencia adquirió cierta importancia porque puso en evidencia las incertidumbres de la élite golpista y las propias incertidumbres de la clase dirigente en su conjunto.

Se dice que el golpe se produjo como consecuencia de una rencilla interna entre Ramírez, ministro de Guerra, y el presidente Castillo. El desencadenante o la chispa pudo haber sido ese cortocircuito en la cima del poder, pero es probable que también alguna influencia haya tenido el anuncio hecho por Castillo de que el nuevo candidato del régimen conservador sería el magnate azucarero salteño Robustiano Patrón Costas, célebre por sus millones y por sus aceitadas relaciones con la embajada norteamericana.

Un factor que tal vez no haya sido debidamente tenido en cuenta para explicar el 4 de junio, fue el temor de los militares a que las elecciones previstas para 1944 las ganara esa suerte de frente popular que se había ido forjando en estos años y que estaba integrado por la UCR, el Partido Socialista, la Democracia Progresista y, probablemente, el Partido Comunista.

Un rasgo que distinguirá a los militares neutralistas de aquellos años era el rechazo al comunismo y la desconfianza respecto de la lógica de la democracia liberal anglosajona. Nacionalistas -para más de uno con zeta- industrialistas, defensores de la intervención estatal en la economía y el mercado interno, adheridos con mayor o menor sinceridad al integrismo religioso, sus expectativas estaban en las antípodas de los frentes populares, cuya manifestaciones más alarmantes o detestables se habían expresado en España y Francia.

De todos modos, no hacía falta que confluyesen causas estructurales de peso para otorgarle un certificado de defunción al régimen conservador cuyo derrumbe moral arrastraba -con la inercia de los acontecimientos irreversibles- a toda la claque política que había participado de lo que ya se consideraba la farsa electoral del régimen, cuyos principales epígonos alababan sin ruborizarse los beneficios del fraude patriótico.

A ese escenario deplorable de desencanto, agotamiento institucional y crisis de legitimidad, se sumaba la desaparición física de los principales líderes de la década del treinta. En enero de 1943 había muerto el caudillo militar más importante de su tiempo, Agustín Justo. Su ausencia dejaba un vacío institucional y militar que los coroneles del GOU se apresurarían a llenar. Un año antes había muerto el principal opositor al régimen: Marcelo T. de Alvear, una oposición que para más de un observador nunca dejó de ser complaciente y, en algunos casos, cómplice. Sobre todo en algunos negociados, entre los que la manifestación más escandalosa fue la coima a los concejales de la UCR para renovar la concesiones eléctricas en Capital federal.

La muerte de Alvear permitió que accediera al liderazgo de la UCR el caudillo que reunía los méritos morales y políticos para heredar a Hipólito Yrigoyen: Amadeo Sabattini, el célebre “tano de Villa María”, cuya participación después del golpe de 1943 será significativa, no tanto por lo que hizo como por lo que dejó de hacer, sobre todo porque con su principismo y sus vacilaciones puso en evidencia los límites del partido radical para liderar la resolución de la crisis.

Se sabe que los protagonistas de una determinada coyuntura histórica no siempre son concientes de la trascendencia de la época que les toca vivir. Los conspiradores de 1930 ignoraron el efecto perdurable que habría de tener el crack de la bolsa de valores de Wall Street. Como ocurre en la vida, los hombres que iniciaron la asonada de 1943, asistieron a la cita con la historia arropados con sus prejuicios, sus esperanzas, sus intereses y sus dudas. No eran años apacibles. El país estaba cambiando a un ritmo desconocido y el mundo se hundía en una guerra que parecía poner en tela de juicio los fundamentos civilizatorios de la humanidad.

A Rawson lo sucedió Pedro Pablo Ramírez, quiense mantuvo en el poder hasta marzo de 1943. Justamente su decisión de romper relaciones diplomáticas con el Eje fue lo que provocó la rebelión de los mandos militares que siguieron creyendo que el neutralismo era la mejor coartada para tomar distancia del comunismo y los imperialismos anglosajones.

Ramírez encarnó desde el poder el momento más oscurantista y reaccionario del régimen militar. Fueron los meses en los que la educación, la cultura y la seguridad quedaron en manos de los grupos más ultramontanos del nacionalismo católico. En esos meses, un experto en encender hogueras contra los herejes fue designado interventor en la UNL. Se trataba de Giordano Bruno Genta. La movilización estudiantil y docente de Santa Fe expulsó a la intervención clerical, aunque lo que sucedía en Santa Fe no era diferente de lo que, desde el Ministerio de Educación -ocupado por otro reaccionario y antisemita como Martínez Zuviría- se proponía para alejar a los argentinos del pecado. Fueron meses en los que hasta las letras de los tangos cayeron bajo la picota del autor de “La casa de los cuervos”.

En este escenario desgarrado, en el que parecía que la extrema derecha se había hecho cargo del poder sin otro destino que el de abandonarlo con el repudio de toda la nación, comenzaba a gravitar un puñado de oficiales convencidos de que otorgarle una identidad política y social a la asonada del 4 de junio, era una tarea más interesante que perseguir brujas en las universidades, clausurar diarios opositores o desentenderse de los reclamos sociales.

La leyenda peronista y antiperonista coincide en señalar que Perón tuvo un protagonismo decisivo en las jornadas del 4 de junio. Para el folklore peronista la clarividencia del coronel ya estaba presente en 1943 o desde antes, y el golpe de Estado no hizo otra cosa que poner en evidencia sus condiciones de líder y conductor. Para los antiperonistas Perón, para esa fecha, ya era un nazi confeso y todo lo que ocurrió tiene que ver con su nefasta influencia.

Las investigaciones históricas más actualizadas difieren de esos puntos de vista. Si bien desde una perspectiva personal, Perón ya se había destacado por sus condiciones intelectuales, desde una perspectiva estrictamente política conviene relativizar su gravitación en el golpe de junio, incluso la gravitación del GOU (Grupo de Oficiales Unidos), una logia militar creada en marzo de 1943 y disuelta el 23 de febrero de 1944.

En realidad, Perón empieza a ganar cuotas de poder cuatro o cinco meses después del golpe de Estado. Su primer cargo público es la dirección del Departamento de Trabajo en octubre de 1943. Un mes después, el Departamento se transforma en Secretaría de Estado. Para entonces, Perón y Domingo Mercante ya están trabajando con los dirigentes sindicales, un trabajo político signado por contradicciones donde lo que predomina es la habilidad de Perón para ganar aliados obreros, aislar a opositores y, cuando las circunstancias lo exijan, liquidar a quienes no consientan en sumarse a su estrategia de poder.

Importa destacar, entonces, que Perón empezó a constituirse como una alternativa renovada de poder en el interior del elenco golpista a partir de octubre de 1943. Los militares en el poder avanzan a tientas en un proceso signado por contradicciones, en la que la más importante es la que se expresa en un orden internacional donde la derrota de los nazis en los campos de batalla es evidente, mientras que en el orden interno la mayoría de los militares es neutralista y en más de un caso simpatizante de los nazis.

A esa paradoja entre un mundo que se abre hacia los aliados y cierra cualquier posibilidad de un ensayo político sospechado de fascismo, se suma el dato -por demás singular-, de que el neutralismo en la Argentina así como dispone de un enemigo visible que es Estados Unidos, cuenta con un aliado singular que es Gran Bretaña.

Perón es el oficial que mejor representará la estrategia de adaptar el golpe de Estado a los nuevos tiempos sin renunciar al rol que le corresponden a las fuerzas armadas y en particular a su futuro liderazgo. Mientras algunos de sus camaradas de armas se dedican a ejercer desde el poder las formas más violentas y vulgares de una clásica dictadura latinoamericana, él es el primero en comprender que la salida más inteligente reclama de un acuerdo con dirigentes sindicales y empresarios y un entendimiento con algunos dirigentes de los partidos políticos tradicionales, particularmente la UCR, el partido considerado mayoritario.

Por supuesto que esta tarea es más fácil enunciarla que transformarla en dato incontrastable de la realidad. Sacarse de encima a los nacionalistas de extrema derecha, bautizados por él mismo como “piantavotos”, no es sencillo. Tampoco es fácil enfrentar al ala liberal de las fuerzas armadas, algunos de cuyos dirigentes ya perciben que con el fin de la guerra lo que corresponde hacer es entregar el poder a los civiles y retornar a los cuarteles.

En esta etapa puede decirse que Perón exhibe con singular brillo sus condiciones de estratega y táctico político. A su encanto personal, a su capacidad para elaborar consignas sencillas pero abarcadoras o representativas de cada coyuntura, suma su enorme voluntad de poder, lo que le permite seducir, corromper, sancionar y repartir premios.

El oficial que se hace cargo de una dependencia casi inexistente del Estado como es el Departamento de Trabajo, en pocos meses suma a su estrategia de poder el Ministerio de Guerra y la vicepresidencia de la nación. Para mediados de 1945 ostenta esos tres cargos, lo que le permite, ser el interlocutor desde el poder, de los militares, los trabajadores y los dirigentes políticos.

Desde fines de 1943 Perón se desembaraza de los nacionalistas clericales anidados en las fuerzas armadas y el poder estatal y de los dirigentes sindicales comunistas y socialistas que no han podido ser seducidos por sus promesas.

Ya para 1944 toma contacto con socialistas y radicales tratando de comprometerlos en una salida política que, fuera de toda duda, él debe liderar. Asimismo, no deja de conversar con los jerarcas de la Iglesia Católica y los empresarios de la Bolsa de Comercio y la Unión Industrial esforzándose por explicarles que él representa la mejor solución para sus intereses, porque es el único que está en condiciones de contener a los obreros.

En esos meses Perón descuella como un táctico notable, pero sería simplificar su figura reducirlo a un hábil maniobrero. En todos estos meses va a ir elaborando un proyecto de poder, proyecto que mantiene zonas ambiguas, que nunca termina de cerrarse, pero que es convocante.

Perón es uno de los primeros oficiales que se percata de que los nazis serán derrotados en la guerra, por lo que es necesario adaptarse a las nuevas condiciones internacionales. Esa adaptación es indispensable, pero también es indispensable diseñar un nuevo orden político que permita afrontar la crisis de posguerra.

En sus viajes por Europa, pero también en sus recorridos por la geografía nacional, Perón ha observado que en las nuevas sociedades de masas se hace imposible gobernar sin el apoyo de esas masas. En sus escritos menciona los momentos terribles que debió atravesar la Argentina después de la primera guerra mundial. Desocupados, trabajadores resentidos por las injusticias, crean un escenario conflictivo que puede ser la antesala de la revolución social que es necesario impedir Ya para entonces, aunque muchos de sus seguidores se resistan a admitirlo, se presenta ante las clases dominantes como el garante del orden. Ese orden por supuesto requiere de concesiones a las clases populares, concesiones que impedirán los desbordes y desactivarán en las masas cualquier intento de ir más allá de lo permitido porque el poder se encargará de disuadir a los díscolos por las buenas o por las malas.

Perón promoverá la declaración de guerra a Alemania y alentará la apertura política que dicho sea de paso- para los primeros meses de 1945 es inevitable. Sabe que la decisión es riesgosa, porque los beneficiarios de esa apertura serán al mismo tiempo los que se van a transformar en sus enemigos irreconciliables. Para mediados de ese año los estudiantes, las clases medias y altas y la mayoría de los dirigentes políticos saben que el enemigo a derrotar se llama Perón. La misma certeza parece dominar a los oficiales de las fuerzas armadas, quienes después de presenciar la formidable movilización de masas del 19 de septiembre de 1945, cuando más de 200.000 personas reclaman en las calles de Buenos Aires la entrega del poder a la Corte Suprema de Justicia, entienden que no queda otra salida que poner punto final al régimen militar.

Dos semanas después de la marcha por la “Constitución y la Libertad”, el general Eduardo Ávalos lo obliga a renunciar a sus tres cargos y ordena su detención. Tal como se presentan los hechos, todo parece indicar que la carrera política de Perón ha llegado a su fin y no faltan los que aseguran que es muy probable que el fin de su carrera política sea también el fin de su vida, porque no faltan oficiales y civiles decididos a ejecutarlo.

Entre el 8 de octubre y el 17 de octubre de 1945 -en menos de diez días- se habrá de resolver en la Argentina una singular batalla política que modificará radicalmente el escenario histórico del país. El desenlace de esa crisis lo conocemos y sus consecuencias también. Las vacilaciones de los dirigentes civiles, las torpezas de la oposición política y empresaria, dan lugar a una contraofensiva del peronismo -que ahora sí empieza a asumir ese nombre- y como consecuencia de lo sucedido el 17 de octubre un nuevo liderazgo político y social se constituirá en la Argentina. Ese liderazgo se legitimará en las elecciones de febrero de 1946, pero esa ya es otra historia.

 

 

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