«Un chamuyo misterioso me acorrala el corazón»

I

Reclamo disponer del derecho a tener mi corazón dividido respecto de la eficacia de los debates. Ningún demócrata puede oponerse a que los candidatos discutan entre ellos, pero atendiendo a nuestras experiencias locales, no puedo menos que evitar sentirme dominado por una cuota moderada de escepticismo ante la hipotética eficacia de debates organizados de tal modo que daría lo mismo que los candidatos expongan en soledad, a que participen en un debate en el que lo que menos parece abundar es esto que se llama “debate”, es decir un intercambio polémico, controvertido de ideas entre dirigentes que piensan distinto o que aspiran a ganar un lugar del que se sabe que solo puede ser ocupado por una sola persona.

II

Siempre es mejor que se debata a que no se lo haga. No está mal la decisión legal que hubiera impedido, por ejemplo, que un granuja como Carlos Menem eludiera esa responsabilidad porque según su punto de vista nada ganaba con debatir cuando todas las encuestas lo daban ganador sin atenuantes. Hoy estas pillerías no se cometen y está bien que así sea, pero a la hora de pensar y esforzarse por salir de los lugares comunes a los que son tan afectos los quehaceres políticos, digo que el debate importa pero no es lo que más importa, y respecto de las verdades que allí pueden comprometerse me tomo la licencia de expresar una vez más mi escepticismo. Sin ir más lejos, aún tengo presente el debate entre Mauricio Macri y Daniel Scioli en 2015, duelo que concluyó con la presencia de las aspirantes a primeras damas besándose con sus maridos en público, en un final a lo Alberto Migré o Corín Tellado, final que curiosamente es el que más recuerda la audiencia, incluido el último capítulo de este inesperado culebrón, es decir, la revelación de que en el caso de Scioli hasta ese detalle amoroso pertenecía al campo resbaladizo de la ficción, porque como todos luego pudieron advertir, el beso “ardiente” con la mujer que presentó como su esposa estaba muy lejos de ser un trueno entre las hojas.

III

El problema de los debates es que necesariamente deben ser reglamentados, pero esa reglamentación es tan estricta que todo lo que de espontáneo podría augurarse de ese duelo es ahogado o reducido a un término medio en el que los candidatos, desde el más mediocre al más lúcido, quedan equiparados en una suerte de corset del que no pueden apartarse. El dilema no tiene salida, porque como contraste no es posible imaginar un debate transformado en una suerte de match pugilístico o en una partida de catch as catch can. Inevitable por lo tanto escapar al cepo de la corrección e inevitable saturarse de lugares comunes, buenas intenciones, sonrisas complacientes salpicado de vez en cuando con algún gesto de contrariedad. No soy amigo del fútbol pero me permito en la ocasión imaginar a un grupo de jugadores disputando entre ellos un puesto en el equipo. Si el sistema de elección sería como el reglamento que se emplea en los debates, Lionel Messi o Diego Maradona correrían serios riesgos para ser elegido, porque imagino un reglamento en la que no podrían disponer de la pelota más de quince segundos, no podrían hacer más de una gambeta, no podrían patear la pelota más de una vez y no podrían dar más de un pase. A nadie se le escapará que en esas condiciones hasta este modesto servidor, con años y kilos de más, se animaría a competir.

IV

Habría que preguntarse, por otra parte, si es justo que las preferencias del electorado por un candidato se definan en un debate en el cual la velocidad para responder, la destreza para manejar el lenguaje, son las virtudes que deciden. En un contexto parecido Hipólito Yrigoyen, por ejemplo, hubiera tenido serias dificultades para ganar porque todo está armado para que el “pico de oro” se luzca y todos sabemos muy bien que no necesariamente un “pico de oro” es un buen estadista e incluso un buen político. Aún recuerdo el debate sostenido hace unos cuantos años entre Mario Vargas Llosa y Alberto Fujimori, debate en el cual Vargas Llosa se lució con su elocuencia y le sacó muchísimos cuerpos de ventaja a un Fujimori que apenas atinaba a leer algunas frases sueltas escritas en un papel. Sin embargo, las elecciones las ganó Fujimori y me temo que previamente también ganó el debate, porque por esos curiosos vaivenes emocionales que dominan a nuestros pueblos, un amplio sector de la platea se solidarizó con el “pobre japonesito” que debía enfrentar a un escritor pedante y soberbio que se aprovechaba de su saber para humillarlo. La vuelta de tuerca de ese episodio se completa cuando años después esos consternados espectadores solidarios con el “japonesito triste” se desayunaron que de triste no tenía nada y sí mucho de ladrón y criminal.

V

El debate que siempre se menciona es el que sostuvieron John Kennedy y Richard Nixon en 1960. Lo que se sabe menos de ese entrevero, es que no se midieron una vez sino cuatro y, según las mediciones, Kennedy ganó el primer round; Nixon, el segundo y el tercero; y el cuarto, empataron. La otra certeza, es que las elecciones nacionales las ganó Kennedy, pero no por un debate en el que a la hora del balance general no salió favorecido, incluso se aseguró que en el primero si bien ganó con la audiencia televisiva, perdió con la audiencia radial. Más aproximado a la realidad, es la opinión de quienes sostienen que la clave de la victoria de Kennedy -además de su talento y su encanto- fueron lo votos conquistados en los estados del sur por su candidato a vicepresidente, el temible Lyndon Johnson, votos que siempre estuvieron salpicados por la sospecha de fraude, reforzados en particular por la adhesión militante de Sam Giancana, el jefe mafioso de Chicago que nunca disimuló sus simpatías por Kennedy y seguramente estaba convencido de que los debates suelen ser entretenidos, pero las elecciones se ganan más que con votos, con habilidad para celebrar la ceremonia del escrutinio o resolver a su favor lo que un político conservador y criollo, ducho en ganar elecciónes en los años treinta, expresó mejor que nadie: la encrucijada del cuarto oscuro.

VI

Lamentablemente no tenemos testimonios sobre los siete debates -uno por pecado- celebrados en 1858 entre Abraham Lincoln, candidato republicano y Stephen Douglas, político demócrata. No es necesario recordar que en aquellos años no había radio ni televisión, pero si telégrafo, por lo que los diarios se encargaban de divulgar las polémicas por todo el país. Como se sabe, el ganador de ese duelo de titanes fue Lincoln, aunque algunas de las promesas que repartió pródigamente en esos debates no las cumplió, pero otras que sí realizó, se las plagió al pobre Douglas, cuyo nombre quedó para siempre registrado en la historia como el del villano de la película, el malo que se había atrevido a discutir con el bueno de Lincoln.

VII

Por último, una consideración respecto del debate a celebrase en el paraninfo de la UNL, una iniciativa que como santafesino que soy me provoca una sensación más o menos cercana al orgullo, aunque no creo que sea saludable exagerar demasiado al respecto. Según las disposiciones legales, participarán del debate seis candidatos, lo que exigirá del público una atención parecida a la que los lectores deben practicar cuando se topan con novelas en las que intervienen multitudes de personajes por lo que recién más o menos a la mitad del libro (si es que antes no decidimos mandarlo a dormir a un estante de la biblioteca) sabemos quién es uno y quién es otro, y quién es la heroína y quién el villano. Con todo respeto para los candidatos, digo que si bien la ley así lo dispone no es justo ni es igualitario que participen en el debate candidatos que obtuvieron casi el cincuenta por ciento de los votos o más del treinta por ciento, con candidatos que apenas superan el dos por ciento. Convengamos que las responsabilidades no son las mismas, porque mientras los más votados no tienen mucho para ganar, los menos votados no tienen nada que perder por lo que pueden permitirse todas las licencias del caso, privilegio que les permitiría prometer impávidos, por ejemplo, la dictadura del proletariado, la dictadura del mercado o la dictadura de las buenas costumbres.

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