La escuela de las señoritas Olga y Leticia

Las hermanas Cossettini nacieron en San Jorge. Olga en 1898, Leticia en 1904. De padres inmigrantes. De los que llegaron de Europa perseguidos por las necesidades y la intolerancia. Alpina se llamaba la madre, Antonio el padre. Maestros, cultos, rectos. Les transmitieron a sus hijas los valores del trabajo y la cultura. Olga y Leticia decidieron ser maestras, maestras de las escuelas de Sarmiento, como se decía entonces; escuelas que enseñaban a leer y escribir y forjaban ciudadanos para una Nación que entonces se permitía los objetivos más elevados.

Estudiaron en Rafaela. En aquella ejemplar colonia gringa aprendieron que el educador debe educarse. Fue lo que hicieron. ¿Cómo es que a esos lugares remotos llegaban los libros de John Dewey, Giovanni Gentile, Lombardo Radice, María Montessori? Y sin embargo llegaban. Se trabajaba duro, pero siempre había tiempo y lugar para una biblioteca, para una sala de concierto. La escuela, entonces, tenía la autoridad del templo; y el maestro, la del sacerdote. Escuelas laicas, gratuitas y obligatorias. Escuelas que no estaban peleadas con Dios, pero sí con la intolerancia; escuelas donde nadie era discriminado por su fe, su raza o su condición social.

La Escuela Normal Domingo Oro les dio la oportunidad de llevar a la práctica lo que estudiaron en los libros. Pronto las enseñanzas de las hermanas Cossettini trascendieron las fronteras del terruño. Viajaron a Santa Fe, Rosario, Buenos Aires. Recorrieron pueblos dando conferencias o participando de simposios acerca de la educación que necesitan los chicos. Construyeron un campo intelectual en el que interactuaban con escritores, políticos, investigadores.

Buenos Aires estaba lejos de Rafaela, pero ellas se las ingeniaron para reducir las distancias con su inteligencia y su integridad. Se puede vivir en un rincón remoto del mundo y estar abierto a todas las novedades. Con su obra intelectual y su tarea docente, Olga y Leticia lo probaron. Incluso en un tiempo en que las comunicaciones eran precarias y a la mujer la discriminaban. No se resignaron. No aceptaron lo más fácil. No se lamentaron por los rigores del destino. Se propusieron demostrar que otro tipo de educación era posible y pusieron manos a la obra.

Educar, educar para la libertad es una decisión política compleja. La relación entre educación y política lo es. Lo fue ayer y lo es hoy. El político, si quiere ser leal a sus convicciones, debe ser un docente y el docente sabe que toda educación que merezca ese nombre es una educación para la democracia. Salir de la ignorancia e ingresar al mundo del saber es un esfuerzo exigente. Un esfuerzo que reclama respetar al destinatario de la educación. Y se lo respeta cumpliendo con el principio de “para los niños lo mejor”. El mejor alfabeto, la mejor música, el mejor libro, la mejor pintura, el mejor laboratorio, la mejor poesía. Así se incluye.

En 1935 Olga Cosettini fue designada directora de la Escuela Nº 69 Gabriel Carrasco ubicada en el corazón del barrio Alberdi de Rosario. Allí también trabajará Leticia. La oportunidad deseada se cumplía. Tantos años de estudios, experiencias y trabajo parecían rendir sus frutos. El gobernador de Santa Fe era Luciano Molinas. Para esa época se produjo una intervención nacional y luego gobernaron los conservadores. La provincia cambió de signo político, pero las grandes orientaciones educativas se mantuvieron. Con Manuel María de Iriondo y con su sucesor, Joaquín Argonz. Había un hombre clave en ese período que las respaldaba. Se llamaba Juan Mantovani. Era ministro, pero en primer lugar era uno de los intelectuales más comprometidos con la educación de su tiempo.

Claridad de objetivos. Sensibilidad y talento. Una singular capacidad para manejar las relaciones públicas y obtener adhesiones del campo intelectual. Así se inició lo que se conoce como Escuela Serena, Activa o Nueva, diferentes nombres para designar lo mismo. Sus metas eran claras: respeto a la personalidad infantil, eliminación de la frontera entre escuela y comunidad, rechazo a toda forma de discriminación, convivencia del maestro con la comunidad lugareña.

Ni filas, ni timbres, ni horarios. No se hablaba de disciplina ni se prometían sanciones, pero raras veces ha habido tanta disciplina en una escuela. Las clases se daban en el aula o al aire libre. Se aprendía a leer y a escribir, a sumar y a restar, pero también había danzas, teatro, música. Los chicos dirigían periódicos escolares. Se bailaba y se cantaba. Pero también se investigaba. El laboratorio de la escuela era el más completo de la ciudad. Los paseos estaban a la orden del día. Eran paseos de aprendizaje. Se estudiaba la geografía, la fauna y la flora, se calculaban distancias, se observaban el cielo y la tierra, se dialogaba con los vecinos. Los padres educaban con los maestros.

No era una escuela de tiempo completo, pero los chicos se morían por estar allí. Algunos padres se quejaban porque sus hijos iban a la escuela fuera de los horarios de clase. En las aulas había alegría, pero también meditación y esfuerzo. Nadie perdía el tiempo. Había problemas como en todos lados, pero se resolvían. La fama de la escuela trascendía el barrio, la ciudad y la provincia. Desde los lugares más diversos llegaban docentes, escritores y pedagogos a presenciar la experiencia promovida por la señorita Olga. Un Julio Cortázar todavía anónimo les manifestaba su admiración por lo que estaban haciendo: “Un ejemplo hermoso y solitario que ignoro si será escuchado”, les decía.

Alfonsina Storni, Gabriela Mistral y Margarita Xirgú también visitaban la escuela y quedaban admiradas. Algo parecido ocurría con Juan Ramón Jiménez y Ezequiel Martínez Estrada. Cuando el trabajo se lo permitía, Olga viajaba por el mundo. Se escribía con docentes, dictaba conferencias, conversaba con Marta Samatán, Delia Etcheverry y Celia Ortiz de Montoya. Estaba al tanto de las actividades del Instituto Libres de Estudios Superiores, Imago Mundi y la revista Sur. Sus amigos eran José Luis Romero, Victoria Ocampo, Luz Viera, Jorge Romero Brest.

El fascismo era su obsesión. En 1947, Olga disertó en Rosario sobre la llamada pedagogía de la perversidad. El fascismo y el nazismo estaban derrotados en el mundo pero no era un buen año para hablar de esos temas en la Argentina. “Cuando lo noticieros de los cines nos trajeron los documentos de estos horrores, mucha gente se resistió a verlos. Yo en cambio abrí más que nunca los ojos para que nunca jamás se me olvidase el recuerdo de los niños, mujeres y hombres respirando aún, caminando aún, con las órbitas vacías, el pecho vacío y el vientre seco, manteniéndose en pie entre los muertos y los hedores de los muertos y los gemidos de los que estaban casi muertos. Porque entiendo que una maestra no debe doblar la hoja, ni taparse la cara o los oídos para no ver, no escuchar y no saber hasta dónde alcanzó el crimen de un hombre que hizo criminales a los hombres y a las mujeres trabajadoras y honradas de su país”.

En la Argentina de 1947 esas palabras no se podían decir impunemente. Por mucho menos, unas dos mil docentes habían sido cesanteadas entre 1943 y 1946. Sus amigos se lo habían advertido, pero ellas no quisieron escuchar. En 1950 ocurrió lo previsible. El gobierno peronista no las suspendió ni las despidió, las exoneró. A las dos. A Olga y a Leticia. El ministro Luis Rapela firmó el decreto. Es lo único que la historia recuerda de él: haber exonerado a las hermanas Cossettini por “no cumplir con los programas oficiales”. La decisión fue avalada por el presidente del Consejo General de Educación de Santa Fe. El funcionario se llamaba Leopoldo Marechal. Patético. Un escritor que alguna vez quiso ser poeta cesanteaba a docentes. Años después, muchos años después Leticia Cossettini le dirá a las maestras que le preguntaban sobre su balance de aquellos años: “Lo que se hizo sigue hablando” respondió. Claro que sigue hablando.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *