El fusilamiento de Santiago de Liniers

El 26 de agosto de 1810, en el Monte de los Papagayos, un pelotón de fusilamiento ejecutó a Santiago de Liniers. La misma descarga de arcabuces terminó con la vida de Gutiérrez de la Concha, Moreno, Allende y Rodríguez. El obispo Orellana se salvaría por su investidura. La orden estaba firmada por la Junta patriota de 1810. Las crónicas históricas lo responsabilizan a Mariano Moreno, pero sólo dicen una verdad a medias, porque fue el propio Moreno el que se ocupó de que el acta fuera rubricada por todos los miembros de la Junta. El único que se excusó fue el cura Alberti, invocando justamente su condición de sacerdote.

La ejecución de Liniers fue la primera orden de derramar sangre por parte de la revolución. No iba a ser la última, pero sería la más controvertida y, seguramente, la más dolorosa. Los que ordenaron la muerte de Liniers y quienes la ejecutaron no sólo respetaban al héroe de la Reconquista, sino que, en más de un caso, lo habían admirado y en algún momento alguno de ellos se había declarado su amigo.

Cuando llegó la orden de la Junta, los jefes militares no sólo dudaron, sino que, finalmente, manifestaron que no estaban en condiciones de cumplir semejante orden. Los hombres que se opusieron a una resolución tan drástica pertenecían al riñón de la revolución. Se llamaban Chiclana, Vieytes, Ortiz de Ocampo, González Balcarce. Todos Äsin excepciónÄ demostrarían su fidelidad a la revolución, su lealtad a los principios emancipadores.

Sin embargo, cuando llegó el mandamiento, esos hombres valientes vacilaron. Desde Buenos Aires insistían para que se cumpliera lo decidido. Los que ahora llegaban a Córdoba se llamaban Juan Ramón Balcarce, Domingo French, Rodríguez Peña y Juan José Castelli. En la mejor tradición del jacobinismo revolucionario actuaban como comisarios políticos y entonces sí los prisioneros fueron ejecutados. El propio Domingo French se encargó de darles el tiro de gracia a cada una de las víctimas.

Si a los oficiales no les resultó sencillo cumplir con la orden, mucho menos sencillo fue convencer a los soldados de que debían llevarla a la práctica. Liniers era amado por la tropa. Lo respetaban por valiente y generoso. Sin exageraciones puede decirse que fue el primer caudillo popular de Buenos Aires, el hombre que por sus condiciones personales y militares se había ganado el respeto de todos.

Un soldado que ese día estaba en el Monte de los Papagayos escribió una carta que es uno de los contados testimonios que se tienen de aquella jornada. Allí cuenta que «Liniers, con las manos atadas en las espaldas, estaba mucho más glorioso que cuando fue el general triunfante de la Reconquista y la Defensa». No exageraba. Liniers fue al paredón decidido y sereno. Quienes lo ejecutaron estaban más nerviosos y atribulados que él. La noche anterior se habían tomado disposiciones disciplinarias con la tropa porque se temía un motín o una protesta. No era sencillo explicarles a los soldados que el hombre que hasta ayer era su jefe amado ahora se había transformado en un monstruo que merecía la muerte.

Liniers vivió y murió como un valiente. Revolucionario o contrarrevolucionario, leal o traidor, nadie pudo desconocer su condición de hombre de coraje. Tampoco es del todo justo acusarlo de traidor. Liniers fue siempre monárquico y conservador. Nunca engañó a nadie y nunca dijo algo diferente. En nombre de su fe y sus convicciones se había enfrentado a los ingleses; en nombre de esas creencias asumió como el primer virrey popular del Río de la Plata, y en nombre de esos valores se levantó en armas cuando consideró que así lo aconsejaba su honor.

La tragedia de Liniers es la del hombre sacudido por los vientos de la revolución. Para este monárquico conservador, los tiempos cambiaban demasiado rápido y él no estaba dispuesto a hacerse cargo de esos cambios. Demasiado innovador para reaccionarios como Alzaga era, al mismo tiempo, demasiado conservador para revolucionarios como Moreno o Belgrano. Cuando su suegro, Manuel de Sarratea, le advirtió que fuera prudente porque estaba en juego la felicidad de sus hijos, él le respondió diciendo que la Providencia cuidaría de ellos, pero que él debía cuidar el honor de todos.

La muerte de Liniers, su propio protagonismo histórico, estuvieron marcados por las paradojas. Recuerdo que, cuando era niño, no podía entender por qué el hombre que las efemérides escolares presentaban como el paladín de la libertad, meses después se transformaba en un monstruo. Esa contradicción no provenía sólo de los límites de las docentes para elaborar un relato histórico o de la edad de los niños para entender los vericuetos de la política. Esa contradicción la vivieron los protagonistas y está registrada en los documentos. Las paradojas, en más de un caso, rozan la ironía y el sarcasmo. Liniers se levantó en armas en defensa de Fernando VII, pero fue fusilado por una Junta que decía actuar en nombre de Fernando VII.

«Eterno oprobio cubrirá sus cenizas», dice la severa declaración oficial de la Junta. Ochenta años después, Paul Groussac diría de Liniers algo diferente: «Alegre e intrépido, ligero, pródigo de su sangre y de su bolsa, sincero hasta la imprudencia y bueno hasta la debilidad, repentista incurable, coronel eximio y mediocre general, capaz de volver a ganar con su arrojo la batalla perdida con su irreflexión, devoto de la Virgen del Rosario y amigo del galanteo, no destituido de talento y lectura, un tanto pagado de su elegancia y nobleza, pero con un don de simpatía irresistible, y asentadas todas estas prendas amables en un fondo inconmovible de honor y probidad».

Su hombría de bien nunca fue puesta en tela de juicio, ni siquiera por sus enemigos. El general Beresford lo recordará por su hidalguía y su generosidad con los derrotados. El cuadro pintado por Charles de Fouqueray en el que se ve a Liniers recibiendo la espada de Beresford después de su rendición, es representativo de una época y del sentido del honor militar de entonces.

Más de un director de cine hubiera pagado lo que no tiene por filmar ese instante en que Liniers, desde el caballo, recoge con la punta de la espada el pañuelito que desde un balcón acaba de arrojarle Anita Perichón, la hermosa y sensual «Perichona», casada con el doctor O’Gorman y abuela, años después, de la célebre Camila, fusilada por Juan Manuel de Rosas.

Con Liniers se inició en 1806 el proceso revolucionario que habría de resolverse en 1810. No deja de llamar la atención que los dos héroes de las invasiones inglesas, Liniers y Alzaga, hayan sido luego ejecutados por la revolución que ellos, probablemente sin saberlo, contribuyeron a desatar. También sorprenderá a los historiadores saber que a Liniers y a Alzaga todo los separaba: el estilo de vida, el sentido del humor, las desconfianzas y los celos. Todo los separaba, pero ambos murieron en manos de los mismos ejecutores.

No concluyeron allí las paradojas. En enero de 1809, Alzaga se había levantado en armas contra el virrey Liniers. Los que defendieron a Liniers en esas jornadas de enero serían los mismos que luego propiciarían su fusilamiento, salvo uno Äque se llamaba Mariano MorenoÄ, quien por esas cosas de la vida en ese momento estaba alineado con el muy católico e hispánico Alzaga.

Otros detalles son sintomáticos. Liniers y Alzaga iban a a ser entregados por sacerdotes. A Alzaga lo delataría su confesor; a Liniers lo entregaría el Dean Funes, el mismo a quien el virrey había designado rector de la universidad de Córdoba. Y el mismo que se había comprometido a acompañarlo en el levantamiento contra la Junta. Como le gustaba decir a mi amigo, «Cosa de cordobeses».

¿Fue tan injusto el fusilamiento de Liniers? ¿Eran tan desalmados los miembros de la Junta? ¿Podría haberse optado por otra solución? En historia no es fácil responder por lo que no sucedió. Tampoco es correcto evaluar una decisión histórica desentendiéndose del momento y de los valores dominantes. Veamos. El levantamiento de Liniers se produjo a poco más de dos meses del 25 de mayo. Para entonces, ya se sabía que el horizonte inmediato de la revolución era la guerra. Los frentes militares estaban abiertos en la Banda Oriental, Paraguay y el Alto Perú. Se vivían tiempos excepcionales, tiempos revolucionarios. Sin entender lo que significa protagonizar una época revolucionaria, no se pueden entender las decisiones que se toman.

Con los valores de hoy sería muy cómodo y lógico optar por una solución piadosa: la cárcel o el destierro. Algo parecido se había hecho con Cisneros y el obispo Orellana. Pero con Liniers los hombres de la Junta no se permitieron esa licencia. Era demasiado popular, demasiado peligroso, en consecuencia, como para dejarlo vivo. Moreno, Castelli, French, por mencionar a los más radicalizados, sabían que estaban protagonizando una revolución y que, cuando se hace una revolución, no se juega y, mucho menos, se vacila por motivos de piedad.

Para bien o para mal, la revolución debía hacerse respetar y, además, debía producir un hecho sin retorno. Ejecutar a Liniers era ese hecho. De ese modo se demostraba a los enemigos que el nuevo poder estaba decidido a todo, incluso a ser injusto.

De más está aclarar que, si Liniers hubiera ganado la partida, habría actuado con el criterio no de los revolucionarios, sino de los contrarrevolucionarios, es decir, ejecutando a todos los rebeldes. Así lo decía en su correspondencia y así habían actuado los realistas cuando en 1809 los patriotas se alzaron en armas en el Alto Perú.

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