Una gran mujer: Victoria Ocampo

Hace unos años participé en un debate político y a la hora de las preguntas alguien del auditorio pidió a los panelistas que dijéramos el nombre de la mujer que más admirábamos. Mi compañero de panel nombró a Eva Perón sin dudarlo; con la misma seguridad yo nombré a Victoria Ocampo. Algunos oyentes se rieron, otros me miraron escandalizados, pero la mayoría de los presentes se sintieron sorprendidos porque en las reuniones política no es habitual que se ponga como ejemplo a una mujer que no tuvo militancia política en el sentido estricto del término.

Estoy seguro de que la defensa que mi compañero de panel hacía de Evita era sincera, tan sincera como la que yo hacía de Victoria. Pero mientras él no necesitaba abundar en demasiadas consideraciones para explicar los motivos de su adhesión a Evita, yo estaba obligado a dar alguna explicación, porque para el común de la gente está instalado con mucha fuerza el prejuicio de que Victoria Ocampo fue una representante de la oligarquía, una mujer que contribuyó desde su privilegiada posición de clase a difundir las ideas de la dominación oligárquica en la Argentina.

Asimismo, resultaba evidente para todos que entre Evita y Victoria no había comparaciones posibles, otro prejuicio que debía tratar de aclarar, porque si bien es evidente que son diferentes, son precisamente esas diferencias las que permiten establecer comparaciones. Evita, bastarda, marginal, accede al poder a través de una relación amorosa y desde allí ajusta cuentas con su pasado; Victoria, hija de familia patricia, escandaliza a su clase con sus transgresiones. Aparentemente nada las une y todo las separa, salvo la condición de mujer sobre la cual también han elaborado una autorrepresentación diferente.

Supongo que para todos queda claro que simpatizar con Evita es tomar partido y comprometerse políticamente. Lo que intenté demostrar, en mi caso, es que simpatizar con Victoria Ocampo también es tomar partido, es comprometerse y no con la oligarquía sino con una ética y una estética progresista, ilustrada y lúcida. Ese día, en realidad esa noche, muchos supusieron, incluso mis amigos, que mi opción a favor de Victoria Ocampo fue un acto provocativo, una manera de continuar la polémica política desde otro lugar. Algo de verdad había en esa imputación cariñosa, pero lo que intenté explicarles a mis compañeros es que con independencia de una polémica circunstancial, Victoria Ocampo constituye el modelo de mujer que cualquier persona identificada con la libertad, la inteligencia y la ilustración debe necesariamente admirar.

Por lo tanto, ubicar a Victoria Ocampo en ese lugar es algo más que una decisión estética o afectiva; es por sobre todas las cosas una decisión política, una manera de decir cuáles son mis preferencias y cuáles mis rechazos. Mi amigo con Evita, yo con Victoria. Creo que cada uno estaba en el lugar que había elegido, porque los grandes dilemas de la política pueden dilucidarse a partir de esas opciones.

Una de las grandes asignaturas pendientes de mi vida fue no haberla conocido. Como compensación, tuve la oportunidad de hablar con personas que sí la conocieron, que en algunos casos la admiraron y en otros la criticaron, pero en todas las circunstancias no pudieron desconocer la gravitación que tuvo en la cultura nacional. Adolfo Bioy Casares me dijo que era mandona; algo parecido dijo Borges; Sebreli le señaló algunos defectos y sobre todo insistió en sus infortunios. La que mejor me habló de ella fue mi profesora Angelita Romera Vera, que la conoció en Santa Fe, cuando militaban juntas en defensa del voto femenino, una militancia que entonces conllevaba más que riesgos, críticas muy duras por parte de hombres y mujeres que asociaban esa militancia con los peores pecados de la tierra. Angelita la quería y la respetaba. Fue la primera en advertirme que era una excelente escritora y, muy al estilo de Angelita, la primera en observarme que tenía los pies muy grandes.

No la he conocido, pero he leído todo lo que escribió y todo lo que se escribió sobre ella. En mi afán por saber más, no me he privado de leer a los escritores que la critican, particularmente los provenientes del llamado campo nacional y popular. Oligarca, gorila, niña bien, extranjerizante, vendepatria, suelen ser los adjetivos a los que recurren cada vez que se refieren a ella. Alguna vez me han molestado esas acusaciones livianas, frívolas, prejuiciosas, nacidas de la ignorancia y el resentimiento. Ahora, cada vez que escuchó alguna critica de ese estilo, recurro a la ayuda de Arturo Jauretche, su adversario más sistemático y más talentoso. Se trata de la correspondencia que estos dos protagonistas de nuestra historia cultural mantuvieron a mediados de los años sesenta.

Si alguien quiere pasar un buen rato leyendo a dos escritores inteligentes, dueños de un humor sutil e inspirado, le recomiendo que los lea a ellos. A los dos, porque he visto en algunas páginas web publicadas por los cultores de la causa nacional, que publican las cartas de Jauretche y omiten las de Victoria. Inocentes ejercicios de censura que a los primeros que perjudica es a ellos mismos, ya que, además de poner en evidencia su sectarismo, los priva de conocer la prosa de esa mujer, muy parecida a la de Jauretche.

Casualmente, es el propio Jauretche el que luego de criticar a la clase social a la que pertenece Victoria, admite que “…viene a cuenta el mérito (de ella) de haber superado la gazmoñería ambiente y en haberse largado con formidable empuje y todos sus recursos a una obra de cultura excepcional… Doña Victoria trató de servir al país y si lo ha perjudicado ello no ha estado en su voluntad y su empeño”.

En otro tramo de su correspondencia, Jauretche habla de “esa mujer que mucho vio , aunque no sea lo que nosotros quisiéramos que viese”. Habla luego de esa mujer que nacida en la clase alta fue capaz de escandalizarla tomándose libertades que ninguno de sus epígonos se animó a tomar. Y acto seguido, señala que si alguna vez se decidiera a publicar una antología de los escritores nacionales, en esa lista estaría en un lugar destacado doña Victoria.

Sin duda que Jauretche además de talento disponía de una generosidad intelectual que a la mayoría de sus compañeros de causa les estaba negado. No se trata, en este caso, en disimular las diferencias políticas e ideológicas entre Jauretche y Ocampo, sino en prestar atención a esas similitudes entre ambos, en muchos casos no deliberadas, aquello que los unía más allá de su voluntad y de sus evidentes diferencias.

Basta leerlos para percibir que aquello que los identifica es el lenguaje, un determinado tipo de escritura. Jauretche y Ocampo practican el mismo estilo literario. Para decirlo de una manera directa: son dos criollos discutiendo. Abunda el humor, la frase coloquial , la sentencia y el refrán oportuno, la tomada de pelo respetuosa. Victoria Ocampo “escribe como habla”. Ese estilo criollo, ese modo de escribir como si se estuviera improvisando, es uno de los grandes hallazgos de nuestra literatura nacional. Es el estilo que practicó Lucio Mansilla en sus “Causeries”. La sentencia se confunde con el chiste y , como no podía ser de otra manera, la palabra inglesa o francesa siempre está puesta en el lugar adecuado.

Esa estética practicada por la generación del ochenta y por sus genuinos herederos en el siglo veinte, es la misma que en otro nivel practicaron Borges, Bioy Casares y el Mujica Lainez oral. Es una estética que va más allá de la escritura, una estética que en Victoria Ocampo se extiende a su ropa y al mobiliarios de sus mansiones. Sebreli habla de su traje sastre azul usado para diferenciarse de mujeres pretenciosas que acaban de descubrir que son millonarias o que suponen que el poder las autoriza a lucir un vestuario millonario.

Ahora claro, en ella el traje sastre está siempre acompañado de un collar o unos aros que marcan la diferencia. Algo parecido ocurre con la mesa de madera donde se sirve el té en tazas de porcelana, aunque las sillas son de paja y sólo un conocedor alcanza a advertir que provienen del casco de la estancia de Tata Ocampo. Toda la estética de Victoria contradice el snobismo de los nuevos ricos, de los personajes de la farándula y de ciertas dirigentes políticas que suponen que cuanto más caro el vestuario más importantes son.

 

 

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/62976-una-aristocrata-de-la-inteligencia]

 

Cuando alguien me hace alguna observación sobre Victoria Ocampo, lo primero que hago es recomendar la lectura de sus libros. Hoy hay ediciones nuevas de “Testimonios” y de su “Autobiografía”. Leerlos es un placer. Es una mujer que escribe muy bien, pero en este caso lo que interesa es descubrir en esa lectura a una mujer que poco y nada tiene que ver con esa imagen de autoritaria, mandona o despótica que le atribuyen sus adversarios y algunos de sus amigos.

 

Decía en la nota anterior que me lamentaba no haberla conocido personalmente, pero si bien no tengo dudas de que fue una mujer de personalidad avasallante, en sus libros lo que se descubre es una mujer sensible, una mujer que se interroga sobre ella misma y sobre su propia clase social. ¿Cuál fue la verdadera? ¿La que menciona Bioy Casares o la que uno intuye en sus libros? Se me ocurre que, como todos, debe de haber tratado de convivir con sus contradicciones y al desafío lo resolvió como pudo.

 

De todos modos, la Victoria Ocampo que escribe es una mujer que reflexiona sobre la literatura, la política y el mundo que le toca vivir. Sus intereses son diversos y comprometidos, pero para los que suponen que es una mujer orgullosa y altiva, descubrirán para su asombro a otra mujer, una mujer que sufre, que se alegra y divierte con las pequeñas cosas de la vida, que la agobian sus responsabilidades, que extraña los amores perdidos y le angustia el paso inevitable del tiempo.

 

Sus amigos íntimos siempre le reprocharon que no escribiera la gran novela de su clase social, que fuera algo así como una versión femenina de Marcel Proust. No lo hizo por prudencia o porque consideró que la obra excedía su talento. Victoria conocía sus límites, los desafiaba, pero no era tonta y, mucho menos, necia. Sin embargo sus libros permiten conocerla a ella, conocer el mundo que le tocó vivir y la intimidad cotidiana de una clase social a la que perteneció por origen y linaje y con la que siempre mantuvo relaciones tensas.

 

Esos libros -conviene insistir- están muy bien escritos y forman parte de la literatura nacional. Algunos escritores ponen en tela de juicio la calidad de esos escritos. Admiten a regañadientes que la prosa es buena, que el estilo es interesante, pero que no alcanza a ser literatura propiamente dicha. No estoy de acuerdo con ese juicio y no lo estoy porque si la literatura es una mirada singular, íntima y exclusiva del mundo, los “Testimonios” y la “Autobiografía” son literatura y de la mejor.

 

Como dice Juan José Sebreli en uno de sus ensayos: Victoria Ocampo fue una oligarca, pero no todas las oligarcas fueron como Victoria Ocampo. Su sensibilidad, su visión de la cultura, su relación con el poder y la política, la distancian de la imagen clásica de las señoras de la oligarquía que nunca la entendieron, siempre la miraron con desconfianza y recelo y jamás se cansaron de criticarla.

 

Victoria fue una mujer que se propuso ejercer su libertad, afirmar su condición femenina, pensar por cuenta propia y, sobre todo, intervenir, hacer cosas. Esa condición humana es la que me autoriza a calificarla como una mujer admirable. Se le reprocha que criticó a su clase, pero nunca rompió con ella. ¿Hubiera servido de algo? ¿Hubiera cambiado algo? Su amiga María Rosa Oliver produjo esa ruptura y no pasó nada, nada significativo, se entiende. Victoria Ocampo no fue Rosa Luxemburgo o Dolores Ibarrauri. No hubiera podido serlo ni tenía interés en serlo. Por otra parte, no se por qué hay que evaluarla tomando como referencia esos modelos, respetables si se quiere, pero no sagrados.

 

Pienso que a las personas hay que exigirles -si es que esa palabra es la apropiada- que agoten sus posibilidades, aquellas que les fueron dadas y las que eligieron. A mi no se me ocurre reclamarle a Victoria Ocampo que sea lo que no fue, lo que no podía ser. Sí me importa valorizar su liberalismo impenitente, su agnosticismo, su mirada abierta al mundo, abierta a todo lo que sea inteligente, creativo, digno de la condición humana.

 

Capítulo aparte merece su defensa de los derechos de la mujer, defensa que ejerció no cuando era una moda hacerlo, sino cuando ello implicaba descalificaciones sociales, injurias y soledad. Luchó por el voto de la mujer y predicó el derecho al divorcio, a la patria potestad compartida y a que cada mujer organice su vida de acuerdo a sus propio criterio y con independencia de la voluntad omnipotente del macho. Siempre predicó con el ejemplo. Lo que escribió o dijo en innumerables conferencias lo puso en práctica en su vida.

 

Ser una niña de la oligarquía a principios del siglo veinte, incluía privilegios, pero también mordazas y sanciones, algunas explícitas y otras tácitas, respaldadas por las costumbres y su versión más descarnada, los prejuicios. Rebelarse contra esa red represiva no era fácil. La mayoría de las mujeres se adaptaban, se sometían sin demasiadas protestas. Victoria no lo hizo. Desde lo más pequeño a lo más trascendente, todo lo puso en discusión. Fumó cuando nadie lo hacía, cuando ninguna mujer de su clase lo hacía en público; manejó autos, vivió sola y se divorció para escándalo de su familia y sus conocidos. Tuvo amantes y amigas que escandalizaban a sus mayores. Y todo lo hizo con sobriedad, con estilo.

 

Fue una de las primeras mujeres en la Argentina en hablar de su destino artístico. Amó a su padre y a su madre, pero no tuvo reparos en decirles que no quería ser una señora de su casa, sino una artista, una creadora. Todos pusieron el grito en el cielo, pero se dio el gusto. Se dio el gusto y dedicó su vida a esa causa. Victoria era una rebelde en serio, no una nena caprichosa.

 

Si su militancia práctica más coherente y progresista fue el feminismo, su realización institucional más trascendente fue la revista “Sur”, la revista que, como le dijeron sus familiares, iba a provocar su ruina económica. Siempre lo supo y siempre aceptó ese destino. Cuando murió era pobre o, para ser más preciso, había dedicado toda su fortuna familiar a financiar un emprendimiento cultural que hoy nos enorgullece como argentinos. En ese desprendimiento a favor de la cultura algún mérito hay, sobre todo en un mundo donde abundan los ricos que a su fortuna la depositan en paraísos financieros o la despilfarran en fiestas que después ocupan las carteleras de las revistas de moda.

 

La revista “Sur” fue su creación, su criatura, su testimonio en el mundo. Su primer número salió en el verano de 1931 y el último en 1992, trece años después de su muerte. “Sur” representó la gran apertura cultural de la Argentina al mundo. Fue también nuestra carta de presentación en Europa y Estados Unidos, pero también en América latina. Victoria Ocampo podía alternar con Drieu de la Rochelle que era fascista, pero también con Pablo Neruda o Paúl Eluard que eran comunistas. Las ideologías políticas le interesaban, no era ajena a ellas, pero creía en la libertad y, sobre todo, respetaba, era devota, de esa suerte de aristocracia de la inteligencia, como dijera otro de sus huéspedes en su residencia de San Isidro: Albert Camus.

 

Se le pueden hacer muchas objeciones a “Sur”. Victoria fue la primera en hacérselas, pero lo que hoy está fuera de discusión es que constituyó el emprendimiento cultural más trascendente de la Argentina en el siglo veinte. Las críticas acerca de su europeísmo o extranjería, o sobre la supuesta identidad oligárquica de sus fundadores, hoy carecen de consistencia o en todo caso ponen en evidencia -como le hubiera gustado decir a Sarmiento- con los burros que ha tenido que lidiar “Sur” para imponer el buen gusto literario en estas playas.

 

Victoria Ocampo simpatizó con la república española, en la segunda guerra mundial estuvo del lado de los aliados y, como no podía ser de otra manera en la Argentina de aquellos años, fue antiperonista militante. Ese antiperonismo le valió críticas, persecuciones y un mes de cárcel. Su antiperonismo era más estético que político, pero esa sutileza no podían entenderla sus detractores.

 

Victoria Ocampo murió en 1979. A su residencia de San Isidro la donó a las Naciones Unidas. A una de sus amiga le confió que le espantaba la idea de que la casa de sus mayores, la casa por donde pasó Ortega y Gasset, Jules Supervielle, Jorge Luis Borges, Albert Camus, Octavio Paz y tantos otros, se transformara en una unidad básica.

 

Desde hace algunos años se puede visitar la residencia, disfrutar de un concierto, una obra de teatro, una exposición de pintura. De más está decir que cada vez que puedo voy con mi mujer a disfrutar de ese lugar cargado de historia y cultura. En mi caso, es una manera de estar cerca de ella, cerca de las cosas que amó y gozó: esos árboles y jardines, esas galerías, aquellas terrazas, ese cielo azul de San Isidro y, más allá, el invisible rumor del Río de la Plata.

 

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