25 de Mayo: ¿Fue una revolución?

Comparto con José Luis Romero y Tulio Halperín Donghi que, efectivamente, fue una revolución. Como podrán apreciar, no estoy mal acompañado. Revolución permanente, revolución inconclusa, revolución traicionada, pero revolución al fin. Cierta derecha revisionista afirma que no fue más que un golpe de Estado porteño, liberal y probritánico. Para ellos, seguramente, “con los españoles habríamos estado mejor”.

Desde la izquierda se admite que algo pasó, pero no fue lo suficientemente radical. El más brillante de ellos, Milcíades Peña, admite que fue una revolución política que no alcanzó a ser social y económica porque fue incapaz de promover un nuevo modo de producción. Con todo respeto: ¿qué quiere decir “promover un nuevo modo de producción? ¿Capitalista, socialista… intermedio?

Sobre este tema hay mucha tela para cortar y está bien que así sea. El pasado merece ser revisado, pero más allá de las interpretaciones más o menos sutiles, más o menos complejas, sigue presente el interrogante básico: ¿fue o no una revolución? Y si lo fue, ¿de qué tipo de revolución estamos hablando: nacional, anticolonialista, burguesa…? Inconclusa, responden algunos historiadores. Chocolate por la noticia. No conozco ninguna revolución que no sea inconclusa o la acusen de inconclusa. Desde la inglesa a la francesa, desde la rusa a la china, desde la coreana a la cubana.

Pareciera que para quienes parten del principio de que toda revolución tiene como destino inexorable una sociedad dotada de los atributos de la perfección, resulta previsible que sea inconclusa, porque esa sociedad perfecta nunca llegó y, a juzgar por lo que se avizora hacia el futuro, no va a ser fácil que llegue.

Al respecto, me da la impresión de que para muchos izquierdistas sobrevive de manera consciente o inconsciente, el mito o el prejuicio de que la historia posee un argumento que sólo ellos conocen, argumento que se despliega en una serie de revoluciones, cuyo máximo nivel de realización sería la revolución socialista. Parados desde ese lugar, contemplan el pasado y juzgan si el devenir de los acontecimientos se ajusta a ese argumento que define con claridad meridiana el pasaje de una sociedad a otra y el rol que les corresponde a los actores, quienes no sólo están previamente definidos, sino que también se les asigna el rol que deben cumplir para ser leales o no al mandato de la historia. Desde ese severo y exigente tribunal se juzgan las inevitables traiciones y deserciones. ¿Por qué inevitables? Por la sencilla razón de que la vida o el devenir de la vida, es siempre mucho más rico, más interesante y, si se quiere, contradictorio que los rígidos y severos esquemas que dominan el imaginario de los izquierdistas.

Volvamos a las jornadas de mayo. Puede que merezca debatirse si la Nación argentina nació en esas jornadas, si preexistía, pero lo que está claro, lo que resulta obvio, es que a partir de esa fecha lo que se conoce como el antiguo régimen dejó de existir. Si los protagonistas eran o no conscientes del paso que estaban dando, es un tema a discutir, pero más que juzgar las intenciones lo que merece evaluarse en este caso son las consecuencias. Y las consecuencias están a la vista.

Se dice que no hubo cambios de fondo. No sé bien qué se entiende por cambios de fondo, pero lo seguro es que los cambios existieron. Halperín Donghi lo expresa con pocas palabras: se pasa de la hegemonía comercial a la hegemonía terrateniente; de la importación de artículos de lujo a la importación de artículos de consumo; de la exportación de metales preciosos a la exportación de artículos pecuarios.

¿Les parece poco? A mí no. Es verdad, si nos ajustamos al catecismo que dicta las tareas que les corresponde a las revoluciones burgueses, faltaba mucho por hacer. Pero ocurre que los hombres que protagonizaban aquellos acontecimientos no tenían ese catecismo a mano y, por lo tanto, hacían lo que les dejaban hacer, o lo que podían, con los escasos recursos materiales e intelectuales que disponían para afrontar desafíos históricos de gran alcance.

No es necesario hacer demasiadas concesiones ideológicas para admitir que en aquel lejano 25 de Mayo de 1810 pasó algo importante, que de alguna manera hubo un antes y un después, que los protagonistas de aquellas jornadas pronto se convencieron de que estaban viviendo una revolución. ¿Mito? No lo sé, pero al año siguiente, las fiestas mayas estaban incorporadas al calendario y los ejércitos patrios que marchaban a Paraguay, Córdoba, Alto Perú y la Banda Oriental suponían que eran portadores de un mensaje revolucionario.

Se dice que la revolución se redujo a Buenos Aires. Empezó en Buenos Aires, siempre se empieza en algún lugar: París, San Petersburgo, Sierra Maestra. Dicho sea de paso: los primeros que impugnaron los cambios porque eran exclusivamente porteños fueron los funcionarios coloniales españoles en el cabildo abierto del 22 de mayo. Alguna vez leí que un revisionista criollo no es más que un viejo súbdito español que monologa su nostalgia por los tiempos de la dominación monárquica de los Austrias y los Borbones. Es un chiste, pero desde Freud en adelante ya sabemos muy bien lo que ocurre con los chistes.

Quienes afirman que una nueva sociedad sólo puede alumbrarse a través de la violencia, supuesta partera de la historia, les recordaría que si bien las jornadas del 25 de Mayo fueron relativamente pacificas, entre otras cosas porque los funcionarios coloniales no tenían con qué resistir; a las pocas semanas, el horizonte que se les abría a la revolución era la guerra: guerra en la Banda Oriental, guerra en Paraguay, guerra en Córdoba y el Alto Perú. Guerras revolucionarias y, por si fuera poco, guerras civiles.

En otra escala histórica, podríamos pensar más que en una exclusiva fecha revolucionaria en un período histórico signado por los cambios revolucionarios. Pensemos, por ejemplo, en la revolución como proceso, un proceso creador que se abre en el Río de la Plata en 1806 con las invasiones inglesas y se clausura alrededor de 1820. La revolución como proceso o como problema. Una revolución que exige ser estudiada en su singularidad y universalidad. ¿Iluminista, ilustrada, liberal? No me parece mal. ¿O acaso prefieren que hubiera sido inquisitorial, monárquica, restauracionista?

Recurriendo a una metáfora habitual, podemos decir que a partir de 1806, los vientos de la historia sacuden el Río de la Plata y la prolongada siesta colonial se estremece con el acelerado y -para algunos- impiadoso ritmo de los cambios. En tres o cuatro años, ocurren cosas que no sucedieron en doscientos. Llegan los ingleses, se derrumba la monarquía española.

Lo que parecía consistente y firme se revela en toda su fragilidad. Todo lo que era conocido, lo que era habitual y rutinario se altera, se transforma. La aceleración de los tiempos. “Todo lo sólido se desvanece en el aire”. Y en ese contexto los hombres se ven obligados a tomar decisiones con conocimientos incompletos y más dominados por las incertidumbres que por las certezas.

“Fue una revolución”, afirma José Luis Romero y no se equivoca. Lo mismo afirma Tulio Halperín Donghi. Una revolución con sus alcances que son visibles y sus límites que no fueron pocos. Una revolución con milicias populares, con ejércitos patrios, con intelectuales y hombres de acción, jefes políticos y caudillos militares, héroes y villanos, mártires y verdugos.

Una revolución como proceso que abrió un curso histórico, en 1810, y un camino sinuoso y contradictorio -como no podía ser de otra manera- que declara la independencia “de España y de toda dominación extranjera” y, en algún momento, anuncia que la revolución ha llegado a su fin y se imponen las exigencias del orden, un orden que no será ni cómodo ni fácil forjar, pero que en todas las circunstancias estará signado por las convulsiones, los estremecimientos, los dolores y las esperanzas abiertas en aquellos años cuando la tempestad desatada por la historia exigió a los hombres ponerse a la altura de los acontecimientos.

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