La Tablada y el delirio totalitario

Quienes ingresaron al cuartel de La Tablada aquel lunes 23 de enero de 1989 lo hicieron vestidos con uniformes militares y la cara pintada con betún. En la puerta del cuartel arrojaron numerosos volantes firmados por un Ejército Nacional. La intención era manifiesta: los guerrilleros querían ser confundidos con los militares liderados por Rico o Seineldín. Importa detenerse en este detalle porque es más importante de lo parece a primera vista. Es más, toda la estrategia de los guerrilleros se sostenía en este dato inicial. Si se aceptaba que los que asaltaron el cuartel eran militares alzados contra la democracia, todo lo demás era posible.

Las investigaciones posteriores a lo ocurrido son incompletas, entre otras cosas porque los protagonistas contaron una parte de la verdad, algunos por razones de lealtad con sus jefes y otros porque como soldados disciplinados ignoraban los detalles fundamentales de la estrategia de sus jefes. Del cotejo de las diferentes declaraciones, testimonios orales, cartas y libros escritos -entre otros, por el propio Gorriarán Merlo-, pueden deducirse las líneas principales del proyecto que se pensaba poner en práctica esos días.

Básicamente lo que se proponían era demostrarle a la opinión pública que un grupo organizado de militantes sociales había decidido recuperar un cuartel tomado por los “carapintadas”. Si como dice Nietzsche, “no existen hechos sino interpretaciones”, la interpretación que se quería imponer era la de una reacción popular frente a los reiterados levantamientos militares. Ese alzamiento popular debía tomar el cuartel de La Tablada, reducir a los alzados en armas, sacar los tanques a la calle y marchar hacia Plaza de Mayo. Se suponía que en el camino el pueblo se sumaría a la vanguardia montada en tanques de guerra.

Mientras tanto, otros grupos armados tomarían las radios y canales de televisión llamando a la sociedad a movilizarse en defensa de la democracia, contra los militares golpistas y en apoyo de los militantes sociales, verdaderos soldados de la causa popular. La puesta en escena concluiría en Plaza de Mayo con un acto multitudinario y, en el lenguaje guerrillero, una nueva y trinunfante correlación de fuerzas a favor de las vanguardias populares.

Para que este objetivo se cumpliera era necesario que se dieran algunos requisitos. El primero se fundaba en una mentira. El cuartel debía ser tomado por los guerrilleros, quienes luego lo presentarían como una “contratoma” orientada a reducir a los golpistas. El segundo requisito respondía a una fuerte creencia ideológica. Una vez que los tanques conducidos por los guerrilleros salieran a la calle, el pueblo se sumaría a la pueblada y marcharía jubiloso detrás de ellos entonando canciones de victoria.

La toma de los medios de comunicación y el copamiento de la plaza forman parte de la clásica técnica del golpe de Estado, un operativo que la tradición izquierdista califica con el nombre de insurrección popular. La multitud conducida por los guerrilleros reunida en la plaza habría de imponerle condiciones políticas a Alfonsín, quien a partir de allí -ellos no lo dicen, pero lo digo yo- se transformaría en un títere de la flamante vanguardia popular, en una marioneta manipulada no por los coroneles de Seineldín sino por los comandantes de Gorriarán Merlo.

Palabras más, palabras menos, esto era lo que se proponían. Para ello era indispensable -repito- que se cumpliera con la primera condición: el asalto al cuartel por parte de los “carapintadas”. Como esa decisión no se sabía cuándo iba a concretarse, a los muchachos no se les ocurrió nada mejor que simular el asalto. Lo demás pasaba a ser un problema de interpretación. Los militares dirían que no hubo tal asalto, pero a la verdad la impondría el que fuera dueño de la fuerza, en este caso los guerrilleros. La versión totalitaria del Gran Hermano se cumplía al pie de la letra.

Los resultados de la maniobra están a la vista. El operativo no prosperó; los militares y la policía rodearon el cuartel y a las dos horas ya se sabía la verdad. Sin embargo, hasta último momento los alzados en armas sostuvieron que ellos hicieron lo que hicieron para defender las instituciones amenazadas por un golpe de Estado “carapintada”. Así lo corroboraban las denuncias que en su momento habían hecho los organismos de derechos humanos y -lo más grave o lo más patético de todo- es que así lo creían algunos combatientes, absolutamente convencidos de que, efectivamente, ellos estaban enfrentando no a los militares en general sino a una banda “carapintada”.

Al operativo se lo calificó de delirante, perverso y ultraizquierdista, pero si bien muchos de estos componentes estuvieron presentes, resulta interesante plantearse hasta dónde lo que se hizo no respondía a una lógica más o menos previsible en un grupo armado que en los años setenta se consideraba la vanguardia revolucionaria sin otro aval para ello que su propia definición y voluntad.

Si bien en el caso de La Tablada importantes ex dirigentes del PRT condenaron con duros términos a Gorriarán Merlo, sería interesante preguntarse quién expresaba con más fidelidad la estrategia de guerra revolucionaria elaborada en su momento por el PRT. No es arbitrario decir que el delirio y la manipulación perversa de Gorriarán Merlo respondían en sus líneas principales a la estrategia original. Basta con leer, por ejemplo, las evaluaciones que estos dirigentes del PRT hicieron del frustrado ataque al cuartel de Monte Chingolo en diciembre de 1975, para admitir que el razonamiento de Gorriarán Merlo se correlacionaba con los principios fundacionales de la organización armada.

Se podrá decir que quince años después de Monte Chingolo y en un contexto democrático no era admisible una estrategia armada. Así razonamos todos, pero ocurre que los guerrilleros no razonan en estos términos. Su lógica, su punto de partida, es otro. Ellos también reconocían que no es lo mismo pelear contra un gobierno democrático que contra una dictadura. También admitían que no se justificaba crear un ejército revolucionario como antes. La vuelta de tuerca que le daban a la coyuntura era, si se quiere, original pero previsible. Ahora tomamos las armas no para luchar contra el Estado democrático sino para defenderlos. La realidad cambia, pero lo que no cambia es el deseo de tomar las armas, la pasión por la lucha armada, la forma más alta -según ellos- de la lucha de clases.

Planteado el esquema estratégico, el problema consistía en adecuar el plan general a los detalles de la vida real. En este punto opera la manipulación de quienes deciden mentir en nombre de una supuesta causa justa. Si los “carapintadas” no asaltan el cuartel nos disfrazamos nosotros y lo hacemos. Lo demás -se sabe- es cuestión de interpretación. Un revolucionario no se ata a escrúpulos burgueses o a principios morales decadentes. Si hay que mentir, traicionar o asesinar en nombre de la revolución, se miente, se traiciona o se asesina. La historia se encargará luego de justificarnos o absolvernos.

Según los recuerdos de quienes conocieron a algunos de los combatientes que participaron en La Tablada, su deseo de tomar las armas era avasallador. Algunos de ellos habían combatido en Nicaragua. Su filiación marxista los obligaba a justificar con algunos rudimentos teóricos el accionar, pero en lo fundamental lo que querían era salir a tirar tiros. Tomar las armas para luchar contra el imperialismo era el acto de servicio más alto prestado a la humanidad. Con semejante subjetividad no era necesario afinar demasiado los instrumentos teóricos. Dos o tres consignas a favor de la unidad popular alcanzaban, porque el poder real, el poder verdadero debería estar en manos de la vanguardia armada. ¿Como en los setenta? Como en los setenta.

Como se podrá apreciar el proyecto era algo más que delirante o equivocado. De una manera si se quiere perversa respondía a la lógica dominante de la izquierda revolucionaria en el siglo veinte. El rol de la vanguardia, el carácter instrumental de la verdad, la justificación de las acciones más detestables en nombre de la historia, son algunas de las constantes del pensamiento profundo de esta izquierda. Sería una simplificación excesiva atribuir a toda la izquierda este mecanismo de razonamiento, pero también sería una simplificación a la inversa creer que las especulaciones de Gorriarán Merlo son ajenas a la tradición de la izquierda o, por lo menos, a la tradición de cierta izquierda.

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