Facundo Quiroga y Barranco Yaco

El 16 de febrero de 1835, más o menos a mediodía, una partida de hombres dirigida por Santos Pérez asesinó en Barranca Yaco a Facundo Quiroga, a sus acompañantes y a su escolta. Los asesinos no tuvieron piedad con sus víctimas. Todos fueron muertos. Los postillones, los acompañantes y hasta un niño. De la masacre ni siquiera se salvaron los caballos. Barranca Yaco es un paraje ubicado a veinte leguas de Córdoba y a pocos kilómetros de Jesús María. En aquellos años se decía que era el paso obligado para todos los viajeros que llegaban desde el norte y el noroeste. Cada vez que ando por la zona visito el lugar por el gusto de estar en el sitio exacto donde se produjo la emboscada. Es muy posible que hoy el lugar no tenga nada que ver con el de 1835, pero de todas maneras me complace vivir la ilusión de que ese jirón de cielo, o la línea de sombra de esas colinas que se distinguen a lo lejos, o aquellos árboles añosos que se levantan a un costado del camino, se parecen mucho al paisaje que contemplaron, pocos segundos antes de la muerte, las víctimas de la emboscada.
La muerte de Facundo Quiroga en Barranca Yaco ha dado lugar a las creaciones literarias más importantes de nuestra lengua. El asesinato del mítico “Tigre de los Llanos” en un paraje perdido de Córdoba, el crimen preparado de manera más ostentosa y evidente, ha inspirado la imaginación de Sarmiento al punto de que uno de los capítulos más bellos y más terribles de su libro “Facundo” es el que se refiere a Barranca Yaco.
Dos de los grandes poemas de Borges están dedicados a la muerte de Quiroga. Además, un relato breve del mismo autor imagina un encuentro de Quiroga con Rosas en el cielo o en el infierno, no lo recuerdo bien. Quiroga entonces le dice a un Rosas algo infatuado y sobrador: “A usted Rosas le tocó mandar en una ciudad que mira a Europa y que será de las más famosas del mundo; a mí, guerrear por las soledades de América, en una tierra pobre de gauchos pobres. Mi imperio fue de lanzas y de gritos y de arenales y de victorias casi secretas en lugares perdidos…”. Sin la calidad literaria de Borges o Sarmiento, las coplas populares anónimas se refirieron a la muerte del “Tigre de los Llanos” con ese toque de amor, nostalgia y misterio que suele rodear a estos poemas: “Ved jirones de ponchos y lanzas/ en duro entrevero bajo el quebrachal/ y la voz de Quiroga un trueno/ acallado por ser federal”. Una vieja vidalita riojana recuerda también el episodio. Yo la escuchaba cantar de chico por los guitarreros de Chilecito y La Rioja, amigos de mi padre, “ Facundo Quiroga/ a la muerte va/ dicen que el tirano lo mandó a matar” .
La hipótesis histórica o política de esta anónima vidalita no es diferente a la de Borges y Sarmiento: Rosas es el autor intelectual de la muerte de Quiroga. Exactamente lo mismo va a decir el asesino Santo Pérez, un minuto antes de ser fusilado. “Rosas es el autor de la muerte”, palabras dichas al pie del cadalso, palabras que deberían creerse porque se supone que nadie miente un minuto antes de la muerte.
La imputación de Rosas asesino de Quiroga es trágicamente bella, ideal para escribir poemas y canciones. Lo que sucede es que la verdad de la literatura no siempre coincide con la verdad histórica. Rosas se benefició con la muerte de Quiroga, pero de allí no se infiere que haya sido su autor intelectual. Su sobrino, Lucio Mansilla, recuerda la ocasión en la que, a la salida de una función de teatro, Rosas le mostró un medallón con el rostro de Quiroga y luego, con esa sonrisa que, al decir de Charles Darwin, más que un gesto de afecto era una advertencia, le dijo: “Este que usted ve aquí, sobrino, es Quiroga, un buen federal. Los salvajes unitarios andan diciendo que yo lo mandé a matar”.
El asesinato de Quiroga fue el escándalo político más importante en un tiempo en que la muerte de hombres destacados era habitual. Sin ir más lejos, Quiroga salió de Buenos Aires rumbo al norte para arbitrar en un conflicto abierto entre Alejandro Heredia, caudillo de Tucumán y Pablo Latorre, caudillo de Salta. Antes de llegar a su destino se enteró de que Latorre había sido derrotado por el coronel Facio, caudillo de Jujuy y leal a Heredia, detenido y luego asesinado en un confuso episodio.
Alejandro Heredia, el célebre Indio Heredia, protector de Alberdi y caudillo culto como diría Sarmiento, también va a correr la misma suerte un par de años después , “… No era malo el Indio Heredia/ los doctores unitarios lo mandaron a matar”. Se dice que entre esos doctores unitarios estaba Marcos Avellaneda -el padre de Nicolás- quien años después también va a correr la misma suerte a manos de Oribe.
En un tiempo de crímenes políticos y muertes a granel, el asesinato de Quiroga impresiona. Sin duda que se trataba del personaje más importante del país después de Rosas. Es más, desde el punto de vista de lo que llamaríamos el alma popular, Facundo Quiroga en el norte tenía un ascendiente muy superior a cualquiera de los caudillos de su tiempo, incluido el mismo Rosas.
Quienes lo conocieron al hombre aseguran que el personaje estaba a la altura de la leyenda. No era lo que se dice un lindo, pero era un buen mozo. Bien plantado, negros los ojos y la barba, pálido el rostro. Alberdi, que ya para entonces no era un joven dispuesto a dejarse impresionar por un caudillo dice: “Se entretenía en conversaciones conmigo. Yo no me cansaba en estudiar, de paso, a ese hombre extraordinario”. Vicente Fidel López, que nunca lo quiso, dirá: “No se le conocen actos de torpe lujuria como las que infamaban las costumbres de Bolívar. No cometió jamas acto de traición, infidelidad o perfidia contra los intereses o contra los hombres con los que se hubiera ligado. Era casto e incorruptible”
La anécdota con Pringles, la anécdota que relata la muerte de Pringles, lo pinta de cuerpo entero: Pringles es derrotado por tropas de Quiroga. Herido, se rinde y es trasladado hasta el campamento del Tigre. La travesía por el desierto es terrible. Un oficial le niega hasta el agua y cuando protesta lo mata de una puñalada. Quiroga al enterarse se pone fuera de sí. Con esa voz y esa mirada que estremecía al más pintado, le dice al soldado: “Por no manchar con tu sangre miserable el cuerpo del noble Pringles, es que no te hago pegar cuatro tiros sobre su cadáver. ¡Cuidado con otra vez que un rendido invoque mi nombre!”.
Se dice en México que Pancho Villa sobrevivió al anonimato porque las canciones populares y la imaginería de los campesinos nunca lo dejó de recordar. Villa era una leyenda poderosa que ninguna historia oficial pudo acallar. Algo parecido -con las inevitables diferencias del caso- ocurrió con Quiroga. El hombre era una leyenda viviente antes de su muerte. El mito del famoso “moro de Quiroga” era parte de esa leyenda, la leyenda de un caballo con virtudes mágicas y proféticas.
Se dice que si Quiroga hubiera hecho caso a las advertencias del moro -que el día de la batalla con Paz no se dejaba montar ni poner la silla- otro hubiera sido el resultado. Los relatos sobre su coraje y su osadía circulaban de boca en boca, y eran repetidos con veneración y respeto por amigos y enemigos. Después de la batalla de La Tablada, la batalla en la que Paz derrota a Quiroga, uno de los oficiales ganadores dice: “Me he batido con tropas más aguerridas, más disciplinadas, más instruidas; pero más valientes, jamás”. No conozco reconocimiento más noble a un soldado derrotado.
Como Zapata, como Villa, la gente sencilla, los baqueanos del monte, los rastreadores, los cuchilleros y domadores, no creyeron que había muerto. Sarmiento, en su célebre y hermosa introducción al Facundo se refiere a ello, les hace decir a los hombres de la campaña que Facundo no ha muerto, está vivo, regresará en cualquier momento…
El coraje de Quiroga y de sus hombres era también una leyenda. En la batalla de Rodeo del Chacón, se enfrentará contra las tropas de Videla Castillo. Quiroga manda un puñado de hombres mal armados y mal montados. Ha reiniciado la conquista del norte y sabe que su destino se jugará en esa batalla. Esto es lo que le dice a las tropas: “Soldados: no hay otro punto de reunión que el campo de batalla. Allí nos debemos encontrar todos, me entendieron bien ¡todos!, de pie o caídos, vencedores o muertos”. Napoleón, seguramente, hubiera aprobado esa arenga.
Facundo Quiroga sale de Buenos Aires el 17 de diciembre de 1834. Rosas entiende que sólo la autoridad del Tigre de los Llanos puede hacer entrar en razones a los díscolos caudillos del noroeste. Quiroga tiene 46 años, es un hombre relativamente joven, su temperamento se mantiene intacto, pero su salud está deteriorada.
Desde hace tiempo su residencia oficial es Buenos Aires. Los observadores y los historiadores luego van a manifestar asombro por el señorío de Facundo. Su vida en la gran ciudad es la de un gentleman. Viste en las mejores sastrerías, frecuenta los clubes sociales donde su afición por el juego se manifiesta sin disimulos, alterna con las familias más distinguidas de la ciudad, sus hijos estudian en los colegios más caros, su presencia es habitual en las tertulias de las señoras de la elite rosista, es en definitiva un gran señor.
Quiroga sorprende a muchos por sus modales educados, su trato mundano e incluso por su prosa elegante. Para Sarmiento, el supuesto cambio de Quiroga es una prueba más de que la ciudad civiliza y el campo embrutece, una ley social que ni siquiera un primitivo como Facundo puede eludir. En su célebre libro, Sarmiento habla de un Quiroga tan respetuoso de la ley que cuando intenta ser asaltado reduce al ladrón y lo entrega a la policía, conducta insospechable en alguien que se había distinguido por su afición a hacer justicia por mano propia.
En realidad, Quiroga puede ser una persona educada y encantadora y, al mismo tiempo, un caudillo severo y brutal. Estos dos rasgos de conducta no tienen por qué contradecirse, sobre todo en un caudillo que debió poner a prueba su autoridad en tierras bravías, entre hombres duros y despiadados donde el liderazgo exigía el manejo de destrezas y habilidades iguales o superiores a las que ellos exhibían.
Quiroga fue un caudillo aguerrido y temperamental, diestro en el manejo de los animales y los hombres, pero ese ascendiente provenía no sólo de su coraje sino también de su posición social. Quiroga podía vivir en las campañas como un pobre, pero nunca lo fue. Para 1835 es el titular de una de las fortunas más importantes del país. Provenía de familias distinguidas de La Rioja: los Quiroga y los Argañaraz, pero a la fortuna heredada la había incrementado de modo geométrico porque en ningún momento se desentendió de los negocios y las especulaciones financieras.
Según la leyenda, desde que sale de Buenos Aires el rumor de la emboscada y un desenlace fatal lo acompañan. Las últimas palabras que le dirige a Buenos Aires son premonitorias. “Si salgo bien te volveré a ver, si no ¡adiós para siempre!”. Cien años antes de Gardel y Le Pera, Quiroga se despedía con heroica sobriedad de su Buenos Aires querido.
El gobernador de Buenos Aires es en esos meses el doctor Manuel Vicente Maza, en realidad más que un gobernador, un dócil testaferro de Rosas, aunque esa sumisión no le alcanzará para eludir el puñal de la Mazorca tres años después. Maza es el gobernador pero el que decide es Rosas. Así se demuestra en la reunión que los tres celebran en la quinta de Terrero ubicada en San José de Flores.
¿Qué conversan allí? Se sabe que hablan de política, pero no se conocen más detalles. Quiroga continúa su viaje y en la estancia de Figueroa, ubicada en San Antonio de Areco, mantiene la última reunión con Rosas. Allí, el Restaurador escribirá después que se se vaya Quiroga, la célebre carta que la historia conocerá como “La carta de Figueroa”, un conjunto de sagaces opiniones acerca de la organización nacional y sus posibles alternativas.
La carta está tan bien escrita, su prosa es tan fluida y precisa que algunos historiadores dijeron que Rosas no la podía haber escrito. Según parece, Rosas no la escribió pero se la dictó a Antonino Reyes, su secretario y escribiente. A decir verdad, a Juan Manuel no le importaba demasiado ser reconocido como un erudito por los intelectuales del futuro, pero quienes suponen que su condición de caudillo era sinónimo de gaucho analfabeto, deberían prestar atención a la correspondencia de Rosas para verificar que el supuesto caudillo rústico era un hombre que podía escribir con excelente prosa del mismo modo que podía llegar a ser encantador cuando se lo proponía.
¿Rosas ordenó asesinar a Quiroga? No sólo no hay pruebas de que así haya sido, sino que tampoco hay razones que puedan justificar la hipotética orden de darle muerte. Como lo afirma el propio Sarmiento, Rosas era un hombre de alma helada, que tomaba decisiones cerebrales y que asesinaba sin pasión. Para 1835, Quiroga era para Rosas más útil vivo que muerto. En realidad, el poder del Tigre de los Llanos siempre estuvo por debajo del Restaurador. Que en los últimos meses hubiera expresado algunas disidencias respecto de la cuestión de la organización nacional no alcanza a explicar el asesinato. Juan Manuel, contra lo que creen su detractores, era capaz de soportar disidencias mucho más profundas que las que manifestaba Quiroga.
Es verdad que la muerte de Quiroga le permitió a Rosas instalar la dictadura con las facultades extraordinarias y la suma del poder público. Que el crimen haya favorecido sus ambiciones políticas no autoriza a suponer que efectivamente lo haya cometido. Rosas no ignoraba que Quiroga corría peligro viajando al norte, pero fue él uno de los que más insistió en que tomara las precauciones del caso; tanto insistió, que Borges se permitió inferir de ello una estrategia de Rosas contra Quiroga consistente en desafiarlo, teniendo en cuenta su coraje inmenso e irreflexivo.
Según Borges, la inminencia de una emboscada, en lugar de atemorizar a Quiroga lo arrastraría ciego a su destino final: “Esa cordobesa bochinchera y ladina -meditaba Quiroga- / qué ha de poder con mi alma/ aquí estoy afianzado y metido en la vida/ como la estaca pampa bien metido en la pampa/ Yo que he sobrevivido a millares de tardes/ cuyo nombre pone retemblor a las lanzas/ no he de soltar la vida por estos pedregales/ ¿muere acaso el pampero, se mueren las espadas?”.
En realidad, la hipótesis más probable es que el operativo de Barranca Yaco haya sido organizado por los hermanos Reynafé, enemigos declarados de Quiroga, respaldados secretamente por Estanislao López. El primer historiador en sostener esta hipótesis fue Adolfo Saldías. No fue el último. Los hermanos Reynafé eran los dueños de Córdoba, pero jamás se le hubieran animado a Quiroga sin el respaldo explícito o implícito de un poder mayor.
En sus Memorias, José María Paz escribe que en septiembre de 1834 Estanislao López y Francisco Reynafé mantuvieron una reunión secreta donde acordaron asesinar a Quiroga. Las rivalidades de Quiroga con López eran célebres y hasta pintorescas. Quiroga lo acusaba de haberle permitido a Paz pasar por la provincia de Santa Fe para llegar a Córdoba en 1829. Cuando hablaba de él, le decía “gaucho ladrón de caballos”. Por su parte, López se jactaba de tener preso a Paz, el militar que había derrotado al Tigre de los Llanos.
Cuando Quiroga abandona la estancia de Figueroa su preocupación es cruzar la provincia de Santa Fe lo más rápido posible, Así se lo dice a su acompañante, “Si salgo de Santa Fe, no hay cuidado por lo demás”.
“Caballos, caballos”, es lo que pide a los gritos en cada posta. Sin duda sabe que está en peligro; sin embargo, sigue creyendo en su estrella.
Cuando llega a Córdoba todos se sorprenden de que aún esté con vida. Según parece, la velocidad de sus desplazamientos ha descolocado a los emboscadores. Es en Córdoba donde recibe la carta de Rosas escrita en la Hacienda de Figueroa, la misma que luego hallaran entre sus ropas ensangrentadas después de Barranca Yaco.
Quiroga no pierde el tiempo. A pesar de los achaques de la salud no duerme y come apenas lo indispensable. Sale de Córdoba y a la altura de Pitambalá un chasqui le informa que no había arbitraje que hacer en el norte porque el caudillo de Salta acaba de ser asesinado.
Quiroga de todos modos llega a Santiago del Estero donde mantiene una reunión con Ibarra, Navarro y Heredia. El propio Ibarra le ofrece una escolta para su regreso. También le sugiere que en lugar de ir por Córdoba vaya por Cuyo. Quiroga rechaza todas las sugerencias. ¿Fue Ibarra el autor de la muerte? No hay indicios de que así haya sido. ¿Aldao, Heredia, Benavides? Ninguno de ellos se hubiera animado a dar ese paso. El 13 de febrero la galera de Quiroga sale de Santiago del Estero rumbo a Barranca Yaco.
Nadie ha podido explicarse por qué Quiroga marchó indefenso a la cita con la muerte. Los que lo conocieron dijeron que, además de valiente, era desconfiado y astuto. Nunca rehuía el peligro, pero no era amigo de dar ventajas y mucho menos de regalarse. Sin embargo, marchó hacia Barranca Yaco sin tomar otra precaución que la de su propio coraje. Como diría Sarmiento en su libro, “nunca un crimen se preparó con tanto desenfado”.
Desde que salió de Buenos Aires se sabía que en Córdoba o en Santa Fe lo esperaba una emboscada. El azar, la velocidad de sus desplazamientos o el destino le permitieron llegar a Santiago del Estero desafiando las premoniciones de amigos y enemigos. Pero, si el rumor de la emboscada en el viaje de ida circulaba en voz baja y, si se quiere, de una manera imprecisa, al regreso, la emboscada de Barranca Yaco era pública y notoria. Todos sabían que en ese lugar lo esperaba la partida. Se sabía el número de hombres apostados y el nombre de quien los comandaba: Santos Pérez. Lo sabían los postillones, la escolta y los acompañantes. También lo sabía Facundo Quiroga.
“No ha nacido aún el hombre que se atreva a matar a Facundo”, dicen que dijo, para después agregar que la partida que lo esperaba a un grito suyo se iba a poner bajo sus órdenes y lo iba a escoltar hasta Córdoba. ¿Tanta confianza se tenía? ¿Tan seguro estaba del terror que inspiraba a amigos y enemigos? ¿Tanto subestimaba a sus enemigos? No hay manera de saber qué pasó por su cabeza en esas horas. Los hechos, de todas maneras, son elocuentes. El hombre decidido a matarlo había nacido hacía rato y la partida no se puso a sus órdenes, sino que cumplió las de su verdugo.
Los motivos que llevaron a Quiroga a marchar indefenso hacia la muerte son confusos, pero el desenlace fue simple, sencillo, previsible hasta la obviedad. Ocurrió lo que todos esperaban, lo que esperaba su secretario Santos Ortiz, lo que le habían anunciado los peones de las estancias vecinas, lo que le había dicho en voz baja el encargado de la posta Ojo de Agua. Digamos que pasó lo que tenía que pasar, lo que todos presintieron que iba a pasar, menos Quiroga, claro está.
El día anterior a la tragedia, un peón sale al cruce de la galera de Quiroga y les da todos los detalles del caso. Les dice quiénes y cuántos son los hombres, qué armas llevan, dónde los están esperando. Es más, les ofrece refugiarse en su estancia, dejar pasar unos días, conseguir refuerzos y proseguir el viaje en otras condiciones. Santos Ortiz está decidido a quedarse, pero Quiroga le da a entender con sus habituales modales que mucho más peligro corre su vida abandonándolo que prosiguiendo a su lado.
Esa tarde llegan a Ojo de Agua. Se dice que a la hora de la cena estaban todos aterrorizados. Nadie dudaba de que estaban condenados a muerte. Esa noche ninguno pudo cerrar los ojos, ninguno salvo Quiroga, que durmió de un tirón hasta la madrugada. “Todos a dormir -les dijo a sus acompañantes-, que para eso se ha hecho la noche”. A primera hora de la mañana le ordena al encargado de la posta que prepare algunas armas por las dudas. Por supuesto que nadie las va a usar.
Lo demás ocurrió como estaba previsto y con los resultados que todos conocemos. La partida dirigida por Santos Pérez los esperaba en Barranca Yaco. No había fotógrafos, entonces, pero todos recordamos esa litografía del pintor Descalzi donde se distingue a un Quiroga asomándose a la ventana de la galera en el momento en que Santos Pérez lo liquida con un tiro que le da en el ojo. El temible Tigre fue muerto sin pena ni gloria. No le dieron tiempo ni siquiera de maullar, porque hasta para eso es necesario no dar tantas ventajas.
Quiroga fue uno de los primeros en marchar al silencio. Después lo siguieron los demás. Las órdenes de Santos Pérez -las órdenes que Santos Pérez había prometido cumplir- eran las de matar a todos, que no quedara nadie con vida, ni siquiera el niño que viajaba con Quiroga. Según las crónicas, uno de los soldados de Santos Pérez dijo que conocía al chico y que respondía por él con su vida. Fueron sus últimas palabras. Santos Pérez le disparó al soldado y después degolló al chico. La leyenda cuenta que los gemidos de dolor del niño van a acompañar como una pesadilla al asesino.
La noticia del asesinato de Quiroga llega a Buenos Aires los primeros días de marzo. Las órdenes de Juan Manuel son las de perseguir a los culpables y darles un escarmiento ejemplar. No hace falta contratar a Sherlock Holmes para saber quiénes han sido los asesinos; tampoco es un misterio irresoluble la identidad de los autores intelectuales del crimen. Se sabe que, detrás de Santos Pérez, están los Reynafé y que, detrás de los Reynafé, es muy probable que esté don Estanislao López y Domingo Cullen, su hombre de confianza siempre sospechado de salvaje unitario.
Por lo pronto, a Rosas le alcanzará con ajustar cuentas con Santos Pérez y los Reynafé, después se verá lo que se hace o lo que se puede hacer con el caudillo de Santa Fe. Juan Manuel es por sobre todas las cosas un político, un hombre que toma las decisiones calculando sus beneficios y sus posibles perjuicios. El esclarecimiento del crimen no es una vendetta, no es la respuesta emocional de alguien decidido a vengar la muerte de un amigo. No sabemos si Rosas sintió o no la muerte de Facundo. Tampoco interesa demasiado saberlo. Lo seguro es que el infalible olfato político del Restaurador vio en ese crimen una excelente oportunidad política para asumir el gobierno con las facultades extraordinarias y la suma del poder público.
En pocas semanas, los Reynafé (Vicente y Guillermo), Santos Pérez y algunos de sus cómplices estaban entre rejas. El aparato militar y de inteligencia de Rosas era eficaz y temible cuando se lo proponía. Por su lado, Estanislao López abandonó a los Reynafé a su propia suerte y como gesto de subordinación a Rosas ordenó que su prisionero de lujo, el general Paz, fuera trasladado a Buenos Aires, un reclamo que Rosas venía haciendo desde que había caído prisionero en 1831.
Mientras tanto, comienza la función. Los asesinos reales serán castigados. El primer paso fue conseguir el aval de los otros caudillos para exigir que el crimen sea juzgado en Buenos Aires y no en Córdoba, donde los Reinafé ya montaron un simulacro de juicio para liberase de todo responsabilidad. Para la sagacidad de Juan Manuel, estos simulacros provincianos son juegos de niños.
Cuatro meses después de Barranca Yaco, los Reinafé, Santos Pérez y algunos de sus compinches fueron detenidos y trasladados a Buenos Aires. Todos serán juzgados de acuerdo con las leyes vigentes. El tribunal estará presidido por Manuel Vicente Maza, la mano derecha de Rosas y el hombre que cuatro años después será ejecutado por el puñal de la Mazorca. A Maza lo acompañan Eduardo Lahite y Manuel Insiarte. Como para probar que todo se hace respetando las garantías de los acusados, se admite un abogado defensor, el doctor Marcelo Gamboa.
El juicio, con sus preparativos, desarrollo y cuartos intermedios durará casi dos años. Las pruebas contra los Reinafé y Santos Pérez son concluyentes. Aparecen testigos que ratifican las acusaciones y a algunos detenidos se le afloja la lengua. La única esperanza de los acusados se llama Gamboa, el abogado defensor, el hombre que para sorpresa de todos decide tomarse a pecho su trabajo y empieza a presentar escritos que impugnan el juicio, impugnan a los jueces e impugnan las pruebas presentadas con el aval del Restaurador.
Hasta allí llegan sus pretensiones leguleyas. En el Buenos Aires de 1835 no es aconsejable ni mucho menos saludable contradecir a Juan Manuel. Si a estas verdades las ignoraba, Rosas se encargará de recordárselas. Un decreto firmado por su puño y letra califica a Gamboa de atrevido, insolente, impío, desagradecido, bribón y salvaje unitario. Es el punto de partida para poner las cosas en su lugar. Luego llegan las resoluciones: Gamboa no defenderá más a nadie. Y hasta nueva orden tiene prohibido salir de la ciudad, porque si lo hiciera será fusilado en el acto. Por las dudas, se le impide ejercer por tiempo indeterminado la profesión de abogado, se le prohíbe usar la divisa punzó porque no merece ese honor y se le advierte que si el gobierno se entera de que anda sembrando rumores en contra de la Santa Federación, será detenido y antes de ir a dar con sus huesos a la cárcel lo subirán a un burro pintado de color celeste y será paseado desnudo por la plaza. Juan Manuel en estos temas siempre se ha preocupado en hacerse entender.
En abril de 1837, el doctor Maza lee el informe contra los acusados. Una semana después lo hace Lahite. El 27 de mayo, Rosas dicta la primera sentencia; la segunda será el 9 de octubre: pena de muerte para los cabecillas, es decir para José Vicente, Guillermo Reinafé y Santos Pérez. Las ejecuciones se realizarán en la Plaza de la Victoria, el 26 de octubre. Los reos primero son fusilados y luego colgados para escarmiento público, público que, dicho sea de paso, se convoca masivamente para disfrutar del espectáculo que les brinda el Ilustre Restaurador.
Las víctimas mueren con dignidad. El único que da la nota es Santos Pérez, quien unos segundos antes de que dispare el pelotón grita a voz de cuello: “Rosas mandó a matar a Quiroga”. ¿Se puede mentir al pie del patíbulo? Es la pregunta que se hace Sarmiento. No, no se puede mentir. ¿Es así? Más o menos. Por lo pronto, desde el punto de vista jurídico y político el caso se cerró en esa jornada de octubre de 1837. Lo demás queda liberado al campo de las especulaciones, porque bueno es recordar que uno de los rasgos decisivos de todo crimen de Estado, es que la verdad nunca termina por conocerse. Los argentinos del siglo XXI algo sabemos de eso.
Cumplida la operación jurídica y policial, quedaba pendiente el operativo político. Para esas maniobras Rosas es un maestro. Detrás del asesinato de Quiroga no están los caudillos de Córdoba o Santa Fe como todo el mundo lo sabe, sino los salvajes unitarios. Son ellos, con sus intrigas odiosas, sus rancios resentimientos, su morbo por las discordias, los que han planificado este crimen. En poco tiempo, el aparato publicitario de la Santa Federación instala en el imaginario social la certeza de que el crimen de Barranca Yaco es obra de los pérfidos unitarios ¿Qué pruebas justifican esta afirmación? Ninguna. Rosas, además, no necesitaba esas formalidades para imponer su voluntad.
Juan Manuel no pierde el tiempo. Èl sabe muy bien qué signfica y qué hay que hacer para «ir por todo». El 13 de abril de 1835, dos meses después de Barranca Yaco, asume el poder con los atributos reales de una dictadura. Curioso destino el de Rosas. El fusilamiento de Dorrego en 1829 le permitió llegar por primera vez al gobierno como garante del orden. Seis años después, el asesinato de Facundo le posibilitó conquistar la suma del poder público, una facultad que hasta ese momento los propios federales se mostraban remisos en acordarle.
Los beneficios de Barranca Yaco son evidentes. Quiroga ha muerto y López ha perdido influencia. El poder se traslada al lugar que corresponde, es decir, a Buenos Aires, al Buenos Aires rosista, se entiende. Sarmiento lo expresa con su habitual lucidez: “Facundo, provinciano, bárbaro, valiente, audaz, es reemplazado por Rosas, hijo de la culta Buenos Aires sin serlo él, por Rosas, falso corazón helado, espíritu calculador que hace el mal sin pasión y organiza lentamente el despotismo con toda la inteligencia de un Maquiavelo”.
El mismo 13 de abril, Rosas lanza su proclama de gobierno. Es todo un programa de acción que él se encargará de que se cumpla al pie de la letra: “…resolvámonos a combatir a estos malvados que han puesto en confusión a nuestra tierra, persigamos a muerte al impío, al ladrón, al homicida y, sobre todo, al pérfido y al traidor que tengan la osadía de burlarse de nuestra buena fe. Que de esa raza de monstruos no quede uno entre nosotros y que su persecución sea tan tenaz y vigorosa que sirva de terror y espanto a los que puedan venir en adelante”. Tal vez esta prosa vibrante y aguerrida lo inspiró a Axel Kicillof para colocar un cuadro con la imagen de Juan Manuel de Rosas en el despacho del gobernador de la provincia de Buenos Aires.

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