FLAIANO

CUARENTA Y CINCO

Flaiano me espera a la salida de clase y me entrega una hoja escrita a máquina. Me dice que la lea y le dé mi opinión. Antes de retirarse observa como al descuido que es al primera vez que escribe un texto que no es jurídico. Entro a la sala de profesores y me acomodo en el sillón que da contra la ventana. Leo, me detengo en algunos párrafos. Después me digo en voz baja: quién lo hubiera dicho.   

 

“Estaciono el auto en la puerta de la facultad, pero eso no es lo que habitualmente hago. Por el contrario, habitualmente llego caminando por calle San Jerónimo. Desde bulevar en dirección al norte. Siempre caminando por esos veredones lisos y amplios, con sus losetas que, según la posición del sol, pueden ser grises o azulados. Y de noche, sobre todo, cuando garúa, cuando se desprende de ellos un suave resplandor, algo opaco, algo vacilante. Llego a la esquina de Cándido Pujato y doblo a la izquierdad. La torre levantada sobre la esquina de 9 de Julio es lo primero que distingo. Después la explanada de la facultad y el mástil: modesto, algo agobiado por la indiferencia de estudiantes que transitan a su alrededor. Soy minucioso con los detalles, incluso con los más anodinos. Me entretengo con ellos, es como un ejercicio. Las patentes de los autos, por ejemplo, sumar los números y dividirlos por dos o por tres; o contar cuántos pasos hay desde bulevar hasta la puerta de la facultad; o leer los letreros de los negocios al revés. Me gusta hacerlo y no creo que moleste a nadie con mis manías, como alguna vez me dijera Manuela, no sé si tomándome el pelo o afligida porque con ella nunca supe cuándo se divertía y cuándo estaba aburrida. No era lo único que ignoraba de Manuela. No era lo único, mucho menos lo más importante, pero eso lo fui descubriendo después, mucho después, cuando ella no estaba o cuando yo creía que no estaba. La explanada de la facultad está llena de estudiantes: mujeres, muchachos, a veces algún profesor. Todas las tardes a esta hora estaba ella, Manuela. Me esperaba a veces sentada en la baranda, casi al lado de la esfera de piedra, a veces parada al costado de la puerta, siempre sonriendo, o como si siempre estuviera dispuesta a sonreír. Yo la veía y me acercaba esforzándome por disimular mi ansiedad, exigiéndome no perder nunca la línea. Pasos firmes, el portafolio en la mano, los zapatos lustrados,  el traje bien planchado, la camisa blanca, la corbata con tonos oscuros, los lentes con sus marcos negros, como corresponde a un abogado, o a un estudiante que sabe que se va a recibir de abogado. La certeza de saber que el Derecho es un destino, una vocación absoluta que va más allá de recordar el artículo del Código Civil o redactar algún exorto. Palabras más, palabras menos, la abogacía para mí fue, es, una manera de estar en el mundo, de vivir y, sobre todo, de justificar mi presencia en el mundo. Estoy por entrar a la facultad, la honorable casa de bajos estudios, como digo con mi tono de voz que Manuela decía que era “aforizado”. Esa era la palabra que usaba: “Aforizado”. Como si yo pudiera o supiera hablar de otro modo. Ahora llego a la explanada, dejo las losetas y subo los tres escalones hasta el primer descanso; después, cinco hasta la explanada propiamente dicha; más allá las tres puertas de doble hoja. Y hacia el costado, el perfil de las ventanas, la línea de ventanas extendiéndose a lo largo de toda la cuadra con ese verde pálido que las lluvias y los solazos fueron lavando. Entonces…¿cuándo fue?…ayer, el mes pasado, hace un año…ella me esperaba. O, pensándolo mejor, era yo el que esperaba que ella apareciera de repente, entre el rumor y el tumulto de los estudiantes, entre ese murmullo de voces. Distinguida, esa es la palabra: Distinguida. O, mejor dicho, iluminada. Porque donde ella estaba, no importa el lugar o la gente, era como si una luz la iluminara. Y entonces me reconocía y me saludaba con la mano. A veces con los ojos y con la boca. No, no exagero: nunca vi a una mujer expresar tanta felicidad con un gesto; nunca una mujer me miró con esos ojos, me saludó con ese movimiento de la mano o sonrió con tanta ternura, como si mi presencia, mi presencia sobria, recatada, austera la hiciera feliz. Nunca, esa es la palabra que pronuncio con más frecuencia cuando la nombro a ella. Nunca jamás. Ahora atravieso el hall, camino por esos pisos de mármol, por esas baldosas que tienen la perspectiva de un rombo; paso por entre las columnas y los arcos casi sin prestar atención al patio de las palmeras, a la línea delgada de las palmeras, al césped prolijamente cortado y los bancos de piedra, severos y distantes. Me desplazo como una sombra, como una sombra oblicua por esas galerías que se conectan con otras galerías; paso por frente de las aulas, frente a sus puertas solemnes; camino sin prestar atención a las paredes lisas, las farolas coloniales…siento sobre mi cuerpo la gravitación de la bóveda del techo, esas molduras grabadas sobre la piedra, esos capiteles, esas balaustradas; pasillos como pasadizos o túneles que comunican con los patios, con palmeras uno, con naranjos los otros; esos verjas que separan a la facultad del rectorado y más allá otras galerías y otros pasillos, con palmeras y naranjos…como en un convento…,si, como en un convento…o como en un sueño, un sueño en el que divago solitario por esas galerías, por esos pasillos, entre esas aulas, por esas escaleras, por esa geografía que proviene de otro tiempo, por esa geografía donde siempre sospecho que la voy a encontrar a ella…cálida, alegre, luminosa entre las sombras que se desplazan silenciosas, entre esos rostros que parecen máscaras, entre ese rumor de voces que parecen anunciar una tormenta, entre tanta soledad y tanto miedo, entre tantos hombres como yo vestidos con ropas negras, portando portafolios negros, ansiosos de oscuridad, resignados a la oscuridad y el silencio.

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