PATRICIA

TREINTA Y UNO

Es raro. Emilio la debería esperar en el hall  de la facultad pero no está. Patricia mira la hora. Extrañamente esta vez fue puntual pero él no está. Seguramente estará en el bar, conversando con sus amigos del Centro de Estudiantes. Patricia cruza el hall y camina por la galería que lleva al bar. Rubia, pelo corto, vaqueros y mocasines. Pasa por frente del aula Alberdi donde se proyecta la película “Sin aliento” de Godard. Se lo dijo Dalton este mediodía en el Comedor Universitario: hay un antes y un después de esa película. Eso le dijo. Y le habló de la Nouvelle Vague y le nombró algunos directores: Truffaut, Rohmer, Rivette, Chabrol. Almorzaron juntos en el Comedor. En medio del bullicio de voces, ruidos de bandejas, sillas que se corren, gente que entra y sale, corrillos que se forman para hablar de política, de las materias a rendir, de qué hacer y qué no hacer esa noche. Mario. Mario Dalton. Con él siempre se puede conversar. O, para ser más preciso, ella siempre quiere conversar con él. Le lleva quince o veinte años de diferencia. Podría ser tu padre, le dijo alguna vez Emilio. Sí, es cierto, podría ser mi padre, pero no lo es, se dice a sí misma, sin saber muy bien por qué establece esa diferencia. Intelectuales. No te dejés seducir por esos personajes, le advirtió alguna vez su tía. No te dejés enroscar la víbora por esos encantadores de serpientes; no le sigas la corriente a esos tipos que hablan lindo, que parecen saber de todo, pero a la larga, y a veces ni siquiera a la larga, lo único que traen son problemas. Eso le dijo su tía abogada y ella no le contestó nada. ¿Para qué? Si no va a entender. Nunca va a entender el placer de conversar con un hombre hasta las cuatro de la mañana, sin otra compañía que los cigarrillos y el vino. Conversar o, mejor dicho, escucharlo hablar de las cosas que importan. Después del Comedor tomaron un café en el bar de San Jerónimo, ese lugar que a él le gusta tanto, el lugar donde se pasa horas leyendo o escribiendo. Le comentó que estaba terminando una novela. Hablaron de Shakespeare, Eliot y Pound. El nombró a Marlowe y Auden. Los nombró al pasar, pero ella anotó esos nombres. Mario escribe y estudia abogacía. Alguna vez le preguntaron cómo hacía para convivir entre la literatura y el derecho. Dijo que no solo estaba acostumbrado a convivir con contradicciones, sino que, además, disfrutaba con ellas. Lo dijo a su manera: un poco en broma un poco en serio. Alguna vez le confesó que lo peor que le puede pasar a un escritor es ponerse a estudiar literatura en la universidad. Otra contradicción, porque alguna vez dio clases de literatura argentina. Hasta el día en que discutió con la decana de la facultad y renunció. Mario debe andar cerca de los cuarenta años. Un viejo, como le dijo una amiga de la pensión cuando le habló de él y de alguna manera le dio a entender que le gustaba. Un viejo para ella que todavía no cumplió veinte. Viejo y feo. Bajo, con tendencia a engordar, algo encorvado y con una desarrollada calvicie. Para colmo casado y divorciado, una o dos veces. Lindo candidato para presentar en su casa, a su padre, un prolijo funcionario municipal de San Francisco. Nunca se preguntó si estaba enamorada de él. Nunca lo hizo porque tal vez le tenga miedo a la respuesta. ¿Enamorada o seducida por el intelectual brillante?, le preguntó una vez Emilio. Sin respuesta, pero ella sabe, sabe muy bien que Dalton se parece mucho al hombre que a ella la puede fascinar. Libre. En primer lugar libre. Libre de prejuicios, de convencionalismos. Libre para pensar y para sentir. Y para vivir por supuesto. Escribe, estudia. Y piensa. Sobre todo piensa. No pierde el tiempo. No le interesan los boliches, el fútbol, las pilchas, pero nadie está más atento respecto de lo que ocurre en la ciudad y en el mundo. Trabaja en el diario, escribe una columna de cine y hace críticas de libros, de conciertos, de obras de teatro. Necesita muy poco para estar en el mundo. Los cigarrillos, algo de comida, el alquiler de la casa, el café en el bar y de vez en cuando algún libro. Publicó dos novelas y un libro de relatos. Según dijera un escritor que estuvo en Santa Fe para la presentación del libro: la literatura de Dalton es lo que mejor se está haciendo en este momento en el país. Y el que pronunció esas palabras, según le dijeron a Patricia, es un perro bull dog que no le regala elogios a nadie. Ahora conversan. Él se burla de un profesor de la facultad de Letras que, según sus palabras, es un analfabeto, un animal incapaz de distinguir a Borges de Amado Nervo. Después le insiste que no deje de ver “Sin aliento”.

-¿Vos vas a ir? -pregunta ella.

-Creo que si.

-Después hay una fiesta en el Club Universitario.

-Ya lo sé. Se recibió el Negro Salcedo.

Lo nombra como si fuera un amigo de toda la vida.

-¿Vas a ir?

-No.

Dalton apoya un libro en la mesa. Lo apoya boca abajo porque, según dice, no es prudente ni elegante mostrarle al mundo qué es lo que uno está leyendo. Ella le pregunta por el autor. Auerbach, responde. No lo conozco. Conocelo, es la respuesta. Y no dejés pasar mucho tiempo

-¿Te interesa la literatura griega, Patricia?

-Leí algo, no mucho

– Cuando alguna vez leas a Homero, después consúltalo a Auerbach.

-¿Es necesario?

-No es necesario, es imprescindible.

 

 

Emilio camina con Patricia por las galerías de la facultad. Les gusta hacer eso. Caminar y conversar. Patricia quiere a Emilio. Le gusta conversar con él, escucharlo hablar de cine, de literatura y a veces ser algo así como su paño de lágrimas, porque todas las semanas Emilio se enamora de un chico distinto que nunca le lleva el apunte. Según él, porque es gordo y feo. Patricia a veces está un poco harta de escucharle sus cuitas, pero por más molestias que le ocasione no puede dejar de quererlo. Está tan sol, tan desprotegido. Ahora se sientan en uno de los bancos de piedra del patio de las palmeras. Dentro de un rato va a empezar la película. Emilio habla de Godard. Ella lo escucha y disfruta, porque Emilio hablando de cine es muy agradable. ¿Por qué estudia abogacía si su vocación es el cine? Nadie lo sabe. Mucho menos él. Patricia admite que en la facultad de Derecho pasan esas cosas. Se estudia para recibirse de abogado, pero una cosa es el título y otra muy diferente es la vida de todos los días y las peripecias de los personajes que circulan por allí. Patricia se acuerda de cuando Dalton la invitó a ella a comer un asado en su casa de Rincón. Había ocho o diez personas. Todos intelectuales, habría dicho su tía con cierto tono de asombro y burla. Si claro, todos intelectuales. Por eso ella estaba allí y se sentía tan cómoda escuchando cómo esos hombres y esos mujeres hablaban de política, de literatura y de los chismes que circulaban en ese ambiente que para ella seguía siendo fascinante. Entre los invitados está Tracy. Ella lo conoce de la facultad, pero recién esa noche puede hablar algo con él. Dalton se lo presenta como un gran amigo. Un tipo mayor, alto, desgarbado, canoso, ojos cansados, nariz ganchuda…feo…muy feo…vestido con saco y corbata un medio día de fin de semana en la costa. Sin embargo, Dalton lo escucha hablar con indisimulable devoción y le festeja sus chistes extraños, chistes que Patricia no entiende o considera que pueden ser cualquier cosa menos chistes. Incluso, lo que más le sorprende es que a esos chistes Tracy los cuenta como si estuviera hablando en serio. Patricia no recuerda en qué momento una de las invitadas, una rubia flaca, que fuma un cigarrillo tras otro y los apaga casi por la mitad, dice que la abogacía es una carrera menor, que no vale la pena perder el tiempo por una profesión que vive de la discordia humana. Habla y levanta levemente el labio superior, como si lo que dijera le molestara o como si realmente estuviera muy fastidiada de tener que decir lo que dice a personas que sospecha que no se merecen sus palabras. Tracy la escucha y pasea la vista por el follaje del árbol que está al lado de la mesa porque, como corresponde, al asado lo están comiendo en el patio de la quinta, bajo la sombra de un timbó. Alguien comenta algo sobre la destreza del asador, una de las mujeres se acerca con una fuente de ensalada que deja sobre la mesa, uno de los muchachos trae de la casa unas cubeteras con hielo; alguien abre una botella de vino. En algún momento Tracy deja de mirar las hojas del árbol y el cielo y empieza a responderle a la flaca que acaba de criticar a los abogados.

-El Derecho no vive de la discordia -dispara, mientras parece preocupado en pinchar una rodaja de huevo duro que está en la fuente- yo diría que todo lo contrario: existe para poner fin a la discordia o por lo menos regularla. ¿O alguien se imagina una sociedad sin normas?

-Pero hay que distinguir las normas que cada hombre libre se dicta de las normas que impone el Estado –apunta un flaquito de lentes, pálido, ojeroso y que a pesar del calor viste una polera negra.

-Habría que distinguir muchas cosas, entre ellas las diferencias entre un Estado y un Estado de derecho. Y es en ese sentido que digo que el Derecho existe para resolver por el camino de la deliberación y la reflexión lo que antes se resolvía a través de la guerra- explica Tracy

-Lo que decís es muy opinable- dispara la flaca y apaga el sexto o séptimo cigarrillo de la noche en un plato que hace las funciones de cenicero.

-Por supuesto que lo es. Entre otras cosas porque estamos opinando. Les guste o no, el Derecho es una conquista valiosa de la humanidad. Habrá abogados malandras como hay médicos y profesores malandras, pero yo no voy a descalificar a la medicina o la docencia por un médico o un profesor inescrupuloso o ignorante, como no voy a descalificar a la literatura porque haya malos escritores.

De aquella noche, Patricia recordará la mesa grande colocada debajo del timbó, una mesa con vasos, platos, botellas de vino y cerveza, fuentes con ensaladas. Y a Mario trayendo en una tabla trozos carne asados en una parrilla instalada en el suelo cerca de algo que parecía ser un galponcito.

-Una disciplina cuyo prócer mayor se llama Vélez Sarsfield, es desde el vamos sospechosa -afirma la rubia desteñida que no deja de fumar ni siquiera comiendo.

-El Derecho -responde Tracy- trabaja la sospecha. Algo que después algunos filósofos se lo atribuyeron a Freud, Nietzsche y Marx. Como podrán apreciar, el amigo Vélez Sarsfield no está mal acompañado. Además, ¿saben una cosa?…el doctor Mandinga, como lo bautizaron los que no lo querían, tuvo muchos defectos pero merece ser respetado por dos o tres cosas: escribir el Código Civil fue una hazaña intelectual. Pero, además, ganarse el respeto de Sarmiento, que ustedes los literatos consideran el mejor escritor del siglo XIX, es una virtud que no la logra cualquiera. Y hay un tercer motivo para honrar al maestro Dalmacio ¿Y saben cuál es? Que tuvo una hija como Aurelia. Y un hombre capaz de tener una hija de esa calidad merece ser honrado hasta el fin de los tiempos.

-Compararlo a Vélez Sarsfield con Freud, me parece una desmesura –dice la flaca.

-Una desmesura que me gusta.

-Te falta decir que existe una poesía del Derecho- dispara un tipo al que le dicen Tolo y que según le informaron a Patricia, vive en un rancho de la zona y trabaja de artesano.

-No lo pensé…pero no me desagradaría. Lo seguro es que existe una estética del Derecho.

-La estética del poder –ladra la flaca.

-¿Y se puede saber qué tiene de malo?

-Nada…salvo la voluntad de dominar y explotar.

-La ley nos hace libres. Someterse a la ley es la garantía para no someterse al tirano o al déspota.

-¿Y quién dicta la ley?

-En una sociedad democrática la ley no se dicta, no se impone, se descubre. Para ello hace falta percepción y sensibilidad, dotes que ustedes le exigirían a un poeta.

-O sea, que ahora descubrimos que el señor Vélez Sarsfield es un poeta. –el tono de la flaca es impaciente, una impaciencia que quiere disimular pero no lo logra

-Lo más parecido a un poeta –responde Tracy mientras le pasa a Patricia una tabla con costillas recién trozadas- más cerca de Borges o de Oliverio Girondo que de Ricardo Rojas o Manuel Gálvez.

-Lo que no entiendo –dice un tipo de barba espesa que alguna vez vivió con Dalton- es por qué los abogados son tan formales, tan ceremoniosos, tan amigos de ponerse el traje hasta para ir a la cancha de fútbol.

Tracy escucha con su habitual seriedad; se sirve un vaso de vino, lo olfatea como si fuera una flor y toma un trago corto.

-No vamos a ir a los Tribunales o no vamos a atender a nuestros clientes disfrazados de jugadores de fútbol o en musculosa, para que ustedes digan que somos…¿cómo es la palabra?…desestructurados…eso…desestructurados. Somos como somos y además estamos satisfechos de nuestra condición. Honramos la ley y honramos ciertos hábitos, ciertas costumbres de las que estamos orgullosos. Nos gusta ser como somos y en el fondo muchas veces nos divertimos con nosotros mismos. ¿Qué somos algo conservadores?¿Y qué tiene de malo? Hace un rato ponderaban a Borges, alguien a quien a juzgar por sus vestimentas, modales,  manera de pensar, se me ocurre que estaría más cómodo en una reunión de abogados que en una reunión de intelectuales que, ya que todos se han tomado la licencia de chicanear, yo podría calificar de snob y en particular no muy afectos a la higiene y el agua limpia.

-Fascista -dice masticando las palabras la flaca que ahora se ha parado y hace un gesto como para retirarse de la mesa peor después, decide sentarse se retira de la mesa.

–Es lo más gracioso que escuché en toda la tarde- responde Tracy sin inmutarse.

Dalton interviene para evitar problemas mayores. Tracy mientras tanto aprecia la calidad de una molleja que el asador acaba de dejarle en el plato. Mastica y calla.

-Cuando se pone  así- le explica Dalton a Patricia- es porque está trenzando consigo mismo.

Esa noche Patricia durmió por primera vez con Dalton en esa casa de campo más cercana a un rancho que a una casaquinta. Fue la primera vez que hicieron el amor y no sería la última.

La película está por empezar –dice Emilio, recordándole al pasar que debía presentarla. Nada del otro mundo. Una referencia al director, algún comentario sobre las características de la película y después a disfrutarla…o  a padecerla.

No hay mucha gente en el aula, pero como alguna vez dijera Dalton, la ventaja del ciclo de cine en Derecho es que van pocos y por lo tanto a los que nos gusta el cine ese vacío de público nos permite disfrutar de la película sin soportar murmullos o ruidos de comensales o degustadores de caramelos, pastillas o bombones. Casi a punto de iniciarse la proyección de “Sin aliento”, Dalton entra al aula. Conversa algunas palabras con Emlio y se sienta al lado de Patricia.

 

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