PERÓN Y EVITA: MITOS Y VERDADES

Su paso por la historia fue fugaz y luminoso, como un sueño o como una pesadilla. O como una película. La amaron y la odiaron, la veneraron como una reina y la injuriaron como a una bastarda. Nadie se privó de nada, pero nadie cambió nada. Inútil desconocerla o infamarla, inútil el odio o la indiferencia. Sesenta años después el mito se mantiene intacto y ya se sabe que contra el mito y la leyenda no hay argumentos racionales que valgan.

Eva Duarte será para siempre Evita. A pesar de sus críticos y de sus epígonos. Indagar sobre el número de amantes que tuvo en su vida o estampar su rostro en un billete no cambia nada. Evita no necesita de un certificado de virginidad o de la firma de Boudou al pie del billete para ser Evita. Alguna vez escribió que su mayor ambición era ser recordada por los pobres simplemente como Evita. Su deseo se cumplió en toda la línea. Sin disquisiciones o especulaciones complejas, para el hombre de la calle existe y existió alguien que se llamó Evita, una mujer que se acordó de los pobres como pareciera que nadie se había acordado antes y nadie se habrá de acordar después.

Los que intentaron borrarla de la memoria colectiva sufrieron un fracaso abrumador. Quienes la amaron no la olvidaron ni la olvidarán. Las pasiones que despertó se han trasladado de generación en generación. Puede que la intensidad de ese amor hoy no sea tan fuerte, puede que el fuego de esa hoguera se haya reducido, pero en la memoria de los pobres sigue intacto el recuerdo de esa mujer a la que amaron como a nadie, y cuando murió la lloraron hasta secar los ojos.

Todo en ella estuvo signado por la desmesura, Su irrupción en la política del brazo de un militar, sus discursos arrebatados de pasión, sus generosos programas sociales, sus odios intempestivos, sus amores desbordantes, su dolorosa agonía y su apoteótica muerte. Las óperas, las cantatas y los poemas que luego se hicieron en su homenaje, son apenas una pálida reedición de lo que fue en realidad, confirmando una vez más que la vida es siempre más rica que la ficción.

Nunca antes y nunca después la Argentina vivirá el espectáculo de las multitudes que la ovacionaban en la Plaza. Nunca más los símbolos del poder serán sometidos a esa incertidumbre, a ese instante en el que todo pareciera transcurrir al borde del precipicio, el instante en que cientos de miles de voces le exigían que no renunciara, como ocurrió en aquel mítico 22 de agosto. Nunca más se los verá a ella y a Perón vacilando en el palco como dos principiantes, dominados por la sensación de que -por un momento- el libreto preparado o la escena montada escapaba a su control, no porque el pueblo no les respondiera, sino porque les respondía demasiado.

En el mito las imágenes suelen ser decisivas. Una excelente biografía de Evita podría condensarse en algunas imágenes que perduraron a lo largo de la historia. Hay una, sin embargo, que la define mejor que nadie. Me refiero a esa foto que según los historiadores fue tomada en la quinta de San Vicente. Ella está con los cabellos rubios sueltos al viento, la sonrisa cálida y atrevida, el cuello de la camisa abierto, la mirada perdida en algún punto del infinito. No necesitaba nada más para entrar por la puerta grande de la historia.

La actriz de reparto, la mujer que parecía carecer de talento genuino para interpretar el drama o la tragedia en remanidos programas de radio, logrará en el escenario de la historia ejercer su rol más sublime. Victoria Ocampo alguna vez dijo de ella que en lo fundamental nunca dejó de ser una actriz y que en el poder desplegó sus verdaderas condiciones. Puede que lo haya dicho para descalificarla, pero más allá de su intención, efectivamente fue una gran actriz, alguien capaz de consumirse interpretando su rol. En este caso no en escenarios de cartón, sino en el gran escenario de la historia.

Para bien o para mal, los grandes liderazgos del siglo veinte han sido protagonizados por hombres que trasladaron a la arena de la política los recursos de la tragedia, el drama y, en más de un caso, la comedia. Un hombre y una mujer enfrentados a la multitud desde un balcón o una tribuna, inevitablemente necesitan disponer de condiciones histriónicas o de ese inusual ejercicio espiritual que define a un actor. En Roma, en Berlín, en Moscú, en La Habana, tal vez en Buenos Aires, los escenarios de masas se transformaron en formidables espectáculos, donde los límites de la política se hicieron difusos, indefinidos y la historia asumió los rasgos iracundos y frenéticos de la histeria, con su estética de banderas al viento, coros multitudinarios, consignas consumidas como un jingle y, en el centro, en el balcón o en la tarima, el lider, el caudillo, la diosa, iluminados por el resplandor oscilante del carisma.

El sentido común estima que los actores mienten; pero hasta el crítico teatral más liviano admitirá que todo actor, para ser tal, debe creer en lo que hace. Evita creía en lo que hacía y se notaba. La mediocre actriz de los radioteatros y las películas cursis y sensibleras se manifestó como una artista formidable en la gran escena de la historia. La mayoría de los políticos de las sociedades de masas darían lo que no tienen para disponer de ese talento, ejercer esos roles. El carisma lamentablemente es un don que los dioses le otorgan a algunos elegidos, pero es también el producto de ciertas condiciones históricas que son las que hacen posible esa relación carismática.

Todo lo que se pueda decir sobre su vida se dijo. No creo que en el siglo veinte se haya escrito de alguien desde lugares tan diversos y contradictorios. El ensayo, la poesía, el folleto, la biografía, nadie quedó sin decir su palabra. Santa y prostituta, diosa y demonio, ángel y malvada, fanática y generosa, dulce y perversa, ningún adjetivo le fue negado. ¿Aventurera o militante? ¿bolchevique o fascista? ¿sometida o liberada? ¿rebelde o resentida? ¿fue un títere de Perón, o a la inversa, Perón fue una marioneta suya? ¿fue la mujer del látigo o el hada rubia? Todas las respuestas se han ensayado y todas pueden ser verdaderas o falsas, porque, nos guste o no, desde hace rato ella está más acá y más allá de todas estas disquisiciones.

Si para el mito, la leyenda o la memoria colectiva no hay mucho mas que agregar a lo dicho, para la historia todos los esfuerzos que se hagan para tratar de explicar el fenómeno son siempre necesarios y en algunos casos indispensables. Ningún historiador podrá cambiar las pasiones que anidan en el corazón de los hombres, las lealtades y sentimientos que alguna vez se encendieron, pero así como sería inútil negar las razones del corazón, también sería injusto desconocer las exigencias de la inteligencia, porque hasta tanto alguien demuestre lo contrario, la historia seguirá siendo el esfuerzo incompleto pero lúcido por entender el pasado, las acciones de los hombres y sus propias pasiones, incluso aquellas que para ese escéptico incorregible que suele ser el historiador, se presentan como incomprensibles, exageradas o tramposas.

Eva Duarte de Perón es un mito, pero es también un sujeto de la historia. Sobre el mito ya hablamos, corresponde ahora hablar de lo otro ¿Y qué es lo otro? Pueden ser muchas cosas, pero en este caso me interesaría reflexionar sobre sus relaciones reales con el poder, incluidas sus relaciones con Perón, no las de la alcoba, sino las del poder. ¿Cómo se construyó esa relación? ¿cómo se expresó y qué conflictos internos hubo entre ellos? ¿cómo entendió Evita al poder y cómo lo ejerció?

En este caso no estoy interesado en su habitual biografía, en la historia de la muchachita que llega a Buenos Aires con sus ambiciones, sus sueños y sus cargas de resentimiento. Tampoco en su vida íntima o en las vicisitudes de su carrera como actriz. Sobre esos temas se ha hablado y se ha escrito mucho; y se me ocurre que, para bien o para mal, queda poco por agregar.

También se ha escrito mucho y bien sobre la Argentina de los años treinta y cuarenta, sobre ese país que transitaba desde los derechos civiles y políticos hacia los derechos sociales, desde las seguridades de una sociedad agraria a las incertidumbres de una sociedad industrial, desde los límites del mundo rural a las aperturas de las sociedades urbanas y de masas.

Evita actuó en ese escenario, y su rol no puede explicarse al margen de ese universo. Pero lo que importa es indagar cómo se establecieron esas relaciones entre el personaje y las condiciones reales de la historia. Y sobre todo, interesa preguntarse cómo en su breve pero intenso protagonismo hilvanó las redes del poder que le permitieron transformarse en algún momento, no sólo en la mujer más popular de la Argentina, sino también la más poderosa. El carisma explica una parte de ese proceso, pero reducir el poder material y consistente de Evita a un discurso en la tribuna o a una inspiración intuitiva, es omitir tal vez lo más importante.

 

En 1943 Eva Duarte no era una mujer desconocida, uno de esos personajes anónimos tragados por la gran ciudad. Por el contrario, para esa fecha su rostro había ilustrado las tapas de las principales revistas de la farándula porteña. Revistas como Antena, Radiolandia, Sintonía, por mencionar las más importantes, no brindaban su página más cotizada a una desconocida.

La mayoría de la gente ignora -por ejemplo- que el mítico departamento de la calle Posadas, el nido de amor del general y la diva, era de ella, no de él, lo cual demuestra que para esos años Evita no sólo era reconocida en el universo de las estrellas, sino que además disponía de ingresos económicos suficientemente generosos como para comprar un departamento en plena Recoleta.

Conquistar un lugar en el mundo de la farándula, en la competitiva noche porteña de entonces, exigía talento, capacidad de relaciones públicas, contactos con quienes ejercen el poder. Y Evita había aprobado esas asignaturas con muy buenas notas. El dato merece mencionarse para señalar que al momento de producirse el golpe de Estado del 4 de junio de 1943, Evita estaba muy lejos de ser un “gorrioncito” cobijado debajo de la poderosa protección del general, como señala la leyenda que ella misma se encargó de difundir a través de libros, folletos y discursos.

El encuentro de Eva y Juan Domingo tampoco fue producto de la casualidad. En ese Buenos Aires de 1943, circulaban por espacios parecidos personajes de la noche, mujeres de la farándula, agentes de inteligencia, aventureros y gigolós, militares ambiciosos y políticos oportunistas deseosos de ofrecer sus servicios al mejor postor. En ese universo era previsible que una mujer como Eva y un hombre como Perón se encontraran. Como ocurre en estos casos, la casualidad siempre juega su partida, pero esa casualidad opera en ámbitos más o menos previsible.

Poco importa indagar en este caso si los unió el amor, la ambición o las dos cosas. No hay manera de saberlo y desde el punto de vista político no importa demasiado saberlo. Quienes los conocieron dan versiones diferentes y, en más de un caso, condicionadas por las necesidades de la política. De todos modos, un hombre creíble como Arturo Jauretche dice algo que parece ser lo más cercano a la realidad: los unió la misma pasión por el poder.

Al respecto, hay que decir que en la vida real Evita fue siempre una par de Perón. Y así fue desde que se conocieron. Evita nunca fue la mujer que sirve el café o los bocaditos y se retira pudorosa a la cocina, mientras los hombres hablan de política. Por el contrario, fue siempre una interlocutora importante, alguien que tenía sus propias opiniones y su rol estaba muy lejos de la mujercita dócil y sumisa. José María Rosa, que ya los frecuentaba en ese tiempo, avala ese detalle.

Muchos años después, Perón dijo en una entrevista que Evita fue algo así como un invento suyo. Hay razones para pensar que lo dijo fastidiado por la tendencia de algunos de sus seguidores juveniles de ubicarla a su izquierda. Es probable que un hombre de una cultura amplia como Perón, le haya transferido conocimientos a una mujer cuya cultura básica era muy elemental. Pero un personaje como Evita no se define por sus conocimientos librescos, sino por su carisma, su pasión y su voluntad de poder. Y en ese punto las influencias de Perón se relativizan.

Sin proponérselo, en su afán de acentuar su rol, Perón dice de Evita algo parecido a lo que en su momento dijera Américo Ghioldi, el dirigente socialista cuyo antiperonismo siempre estuvo fuera de discusión. Como se ocupó muy bien de divulgarlo, don Américo aseguraba que Evita era un robot de Perón, algo así como un muñeco dirigido por la voluntad del jefe. También en esos detalles Ghioldi volvía a equivocarse.

Por su parte, Perón tampoco estaba en condiciones de sobreestimar sus influencias o su capacidad para actuar como una suerte de Pigmalión, porque los supuestos resultados ejemplares que obtuvo con Evita no los logró con su primera mujer, Aurelia Tizón, que nunca dejó de ser una esposa adocenada.

Y mucho menos con la tercera, Isabel Martínez, cuyas limitaciones intelectuales, políticas y humanas fueron más que evidentes, al punto que nunca se sabrá a ciencia cierta si las mismas, más que un efecto no querido, no fueron una condición para estar a su lado. Sin embargo, por esas vueltas de la vida, Isabel logró lo que Evita nunca pudo ser: vicepresidente y presidente de la Nación. Y lo logró gracias al “genio” de Perón. Como se sabe, los resultados fueron catastróficos, pero lo sucedido prueba que las supuestas virtudes pedagógicas de Perón estaban muy lejos de ser infalibles.

Digamos, a modo de síntesis, que Perón influyó sobre Evita, como ella influyó sobre él, algo que suele ocurrir en las parejas más o menos bien constituidas. Desde el punto de vista estrictamente político, importa saber que la relación entre ellos siempre se dio en un plano igualitario y por lo tanto, no hubo “gorrioncito” y “águila”, ni otras cursilerías por el estilo. Lo demás pertenece a los inescrutablers misterios de la cama, un plano de intimidad sobre la cual no hay datos reales para arriesgar una opinión.

Si la leyenda de una Evita desprotegida e indefensa no es real, mucho menos lo es la opuesta versión de una Evita revolucionaria y un Perón conservador o una Evita de izquierda y un Perón de derecha. Al respecto, lo que se puede decir es que las categorías conceptuales de derecha e izquierda carecen de entidad para evaluar la relación entre ellos. Lo que había, como dijera Jauretche, era una formidable pasión por el poder.

Las diferencias existentes -que las hubo- se manifestaron alrededor de ese tema. Los dos creyeron en el poder que construyeron, los dos avalaron los liderazgos carismáticos, los dos -de una manera pragmática- merodearon alrededor de la cultura fascista, pero objetivamente Perón poseía una visión de la política más comprometida con los factores de poder. Militar de carrera, profesor de la Escuela Superior de Guerra, creía en los equilibrios corporativos de la comunidad organizada. Evita, por su lado, despreciaba a las instituciones; su visión del poder podría calificarse como prepolítica, y en lo personal sus pasiones se inclinaban fuertemente hacia el fanatismo.

Las relaciones carismáticas que Evita establecía con los pobres están fuera de discusión, aunque importa advertir que no se construyeron de la mañana a la noche, sino que tuvo que trabajar arduamente para lograr establecer esa “magia” con sus seguidores. Hoy se sabe que para octubre de 1945 la participación de ella en esa jornada fue reducida, no porque se negara a un protagonismo mayor, sino porque las modalidades de esas jornadas la dejaron afuera.

La leyenda después hablará de una Evita movilizada en la calle como una heroína roja de Eugene Delacroix. La verdad fue muy diferente, pero el hecho de que durante años los peronistas avalaran la leyenda demuestra la inusual capacidad de esta fuerza política para crear mitos sobre hechos inexistentes o deformados.

En febrero de 1946, casi sobre el fin de la campaña electoral, ella habló, o mejor dicho intentó hablar, a una platea mayoritariamente femenina, pero el discurso mal hilvanado y mal impostado, se interrumpió por las silbatinas de las mujeres que reclamaban la presencia de Perón. O sea que para 1946 Eva Duarte todavía está muy lejos de ser Evita.

Si bien su carisma fue indispensable para lograr el ascendiente sobre las masas, su liderazgo jamás habría logrado constituirse sin el otro componente en el que ella reveló su genio y que por ser demasiado evidente es menos conocido: me refiero a su capacidad para construir redes de poder fundados en la lealtad y las relaciones personales. Mientras Perón construía el poder también con su carisma y sus habilidades, Evita tejía por abajo consistentes redes que se constituyeron mediante la invocación del nombre de Perón, pero que en la práctica fueron consolidando el liderazgo de Evita.

En su momento de esplendor, el poder real de Evita era superior al de Perón, o por lo menos, más amplio y consistente. Sin ningún cargo público, sin ninguna investidura, para 1950 ella controlaba la bancada parlamentaria, el Partido Peronista Femenino, la CGT, los jueces, los ministros y esa formidable y extravagante maquinaria de recursos construida al margen del Estado, pero financiada por el Estado: la Fundación Evita.

En cada uno de las dependencias del Estado, hombres y mujeres devotos o intimidados por su liderazgo, le respondían con una fidelidad que habían aprendido a practicar como condición para seguir siendo funcionarios. El Estado de bienestar de Evita era generoso, pero personal. En ese singular orden, a las decisiones las tomaba exclusivamente ella. Allí no había controles, ni auditorías, ni inspecciones. Eva Duarte no necesitaba de esos “detalles” para ser Evita.

Acerca de la relación política de Perón y Eva, es necesario despejar algunos malos entendidos producto de la mitología creada simultáneamente por quienes los amaron y quienes los odiaron. El Perón que manipula a Eva como si fuera un títere está tan alejado de la realidad como su imagen inversa: la Evita que hace de Perón una marioneta dócil a sus ambiciones. Mi hipótesis es que los dos fueron carismáticos, los dos practicaron el populismo y los dos defendieron el mismo proyecto de poder. Las diferencias entre ellos eran temperamentales y, en más de un caso, provenían de los roles que les tocó desempeñar en el ejercicio del poder. Evita podía permitirse algunas licencias que a Perón no le estaban autorizadas, pero deducir de allí diferencias políticas o ideológicas entre ambos hay una larga distancia y, sobre todo, hay serias dificultades para poder probarlas históricamente.

Sí puede admitirse la existencia -en cierto momento- de un poder bicéfalo, un poder que en cierto tramo de la historia remite a dos centros de referencias. Evita, en su mejor hora, ejerce atributos que no podría decirse que compiten con los de Perón, pero son diferentes. Lo cierto es que para ese tiempo se habla de Perón y Evita, y la referencia alude a dos centros de poder que si bien invocan los mismos valores, reclaman niveles de obediencia diferentes. Objetivamente podría decirse que para 1950, por ejemplo, hay evitistas y peronistas, funcionarios y políticos que invocan la autoridad de uno o de otro y esa diferenciación es cada vez más visible.

La enfermedad y la muerte imprevista de ella impidió observar cómo maduraba esa relación, pero no es descabellado plantear que marchaba hacia un conflicto con desenlaces imprevisibles. El conflicto en este caso respondía a la lógica exclusiva y absorbente del poder, porque en efecto, dos centros de poder de esa magnitud tarde o temprano producen algún cortocircuito.

Todas estas afirmaciones o sugerencias son muy difíciles de probar, porque no hay documentos que las avalen mientras que las declaraciones de ellos, por atendibles razones de prudencia política, insisten hasta el cansancio en reivindicar los valores de la fidelidad. Al respecto, no deja de llamar la atención que inmediatamente después de la muerte de Evita, Perón ajustara cuenta con sus principales colaboradores, entre los que se incluye su hermano Juancito, cuya misteriosa muerte no ha podido esclarecerse hasta el día de hoy, aunque hay motivos para sospechar de que más que un suicidio fue un crimen.

Las diferencias entre Perón y Eva se manifiestan en matices, matices disimulados por las invocaciones a la lealtad. El estilo de acumulación política de ella es diferente al de él, sobre todo al de Perón presidente metido de lleno en los laberintos de la gestión. Con Evita se afianza el criterio fundado en las lealtades personales. El clientelismo, el prebendalismo, el patrimonialismo y las relaciones familiares se acentúan y pasan, en más de un caso, a ser decisivas. En ese contexto, queda poco margen, por no decir ninguno, a la institucionalización. El poder nace y se concentra en ella y sus posibilidades de circulación son mínimas. Para Evita, palabras como pluralismo, debate de ideas, procedimientos republicanos, no existen. Su relación con la política es más religiosa que política.

Alguna vez se sostuvo la hipótesis de que la influencia de Evita en el peronismo fue decisiva, al punto que después de su muerte siguió gravitando y, de alguna manera, esa lógica fundada en el conflicto permanente, la concentración de poder, lo aprisionó a Perón y fue uno de los factores de su derrumbe. La hipótesis puede aceptarse a libro cerrado o relativizarse. En lo personal creo que ese mandato “de la tumba” efectivamente existió, aunque habrá que ver hasta dónde fue tan diferenciado y tan decisivo. Según estas mismas interpretaciones, el peronismo de Perón sin Evita hubiera sido una dictadura más. Es posible, pero me temo que la hipótesis exagera demasiado el rol de Evita o subestima el singular liderazgo de Perón.

Yo me atrevería a plantear que no hay diferencias sustantivas entre ellos, pero sí espacios de poder diferenciados, espacios de poder que crean su propia lógica y que en cierto momento pueden escapar al control de sus promotores o generar efectos no deseados. En cualquiera de las situaciones, la muerte de Evita deja en puntos suspensivos el relato acerca del despliegue del poder.

Faltaría, por último, reflexionar acerca de su ideología. Allí también el mito impide avanzar. Como se sabe, la leyenda habla de una mujer apasionada, arrebatada por la grandeza de su causa o el testimonio de su amor, y en ese contexto no hay lugar para un análisis racional acerca de sus criterios de verdad para intervenir en política. Amigos y enemigos coinciden en destacar el genio de sus intuiciones, la pasión de su amor o, según se mire, su resentimiento, pero en todos los casos parecería que ella es impermeable a las ideologías.

¿Es así? Más o menos. Es verdad que Evita no fue una ideóloga, mucho menos una intelectual que actuara atendiendo teorías políticas, pero de allí a reducir sus actos a impulsos intuitivos hay una gran distancia. A Evita no se la puede encuadrar en una ideología determinada, pero los hombres que le escribían los discursos, los que la asesoraban, sí respondían a ideologías precisas. Desde el padre Hernán Benítez a Ivanissevich, Muñoz Azpiri, Méndez San Martín o Alejandro Apold, todos pertenecían a espacios ideológicos precisos que sin ningún reparo pueden ubicarse en la derecha religiosa y política y, en más de un caso, en el fascismo.

Asimismo, no deja de ser sugestivo que los dos intelectuales importantes del progresismo peronista de entonces, Arturo Jauretche y John William Cooke, siempre fueron mirados con desconfianza por ella y, en el caso de Jauretche, llegó a ser considerado casi un enemigo. Quienes años después inventaron una Evita de izquierda, algo así como una Rosa Luxemburgo, intentaron explicar esa aparente contradicción invocando, otra vez, su carácter apasionado, su vitalismo desbordante ajeno a las especulaciones intelectuales. Desde la ironía o el humor, su confesor, el cura Hernán Benítez la define como una comunista de derecha. Tal vez no estaba equivocado.

Que desconfiaba de los intelectuales, es cierto, pero no deja de llamar la atención que esa desconfianza fuera hacia los intelectuales progresistas, porque con los de derecha no tenía tantos problemas y por lo que se puede deducir de la correspondencia y las fotos, no estaba demasiada incómoda con ellos. Especulaciones al margen, tampoco estuvo incómoda en España con Franco, donde sus manifestaciones de simpatía al régimen iban más allá de lo que aconsejaba la prudencia diplomática. La foto de Evita rodeada de franquistas y haciendo el saludo fascista en el balcón, es algo más que un gesto dictado por las exigencias de la buena educación.

De todos modos, lo cierto es que ella no estaba cómoda con los intelectuales. Las relaciones que establecía con sus seguidores estaban fundadas en la mayoría de los casos en el servilismo, no en la reflexión inteligente y crítica. Aquellos rituales que habrán de distinguir al peronismo en el futuro, los rituales de la verticalidad y la obsecuencia tienen en Evita a su principal divulgadora. Sus colaboradores íntimos son personajes como Espejo, Ivanissevich, Cámpora, Cereijo, Nicolini; hombres cuya exclusiva virtud era no tener ninguna.

Este 26 de julio se cumplieron sesenta años de su muerte. Ello quiere decir que el ochenta y cinco por ciento de los argentinos no compartió su tiempo histórico. Sus relaciones con Evita provienen de la historia, de lo que le contaron sus padres y sus abuelos, de la publicidad política y del propio mundo del espectáculo, el ámbito en donde ella siempre estuvo en su plenitud. Así y todo, ninguna de las interpretaciones críticas que se hagan sobre su personalidad o su obra, logrará poner en tela de juicio al mito creado alrededor de su persona. Lo que se diga de ella a favor o en contra, pero sobre todo en contra, no la alcanza. Aventurera, resentida, prostituta, actriz, demagoga, ninguno de esos adjetivos conmueve su imagen. En todos los casos, se mantiene intacto. El hecho cierto y evidente es que estamos ante una mujer excepcional, una mujer que con los modestos recursos que le brindó el destino, fue capaz -a la edad en que otras chicas recién están descubriendo el mundo- de comprometerse de lleno con los dilemas de su tiempo y hacer de ese compromiso uno de los mitos más formidables de nuestra historia.

 

 

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