Trece días que conmovieron al mundo

Al título de la nota lo tomo prestado del libro de John Reed, el periodista que escribió esa formidable crónica de la revolución rusa de 1917. Entonces los días fueron diez, no trece. En los dos casos, se trató de jornadas intensas, dramáticas, en las que el destino de una nación o el destino del mundo estuvieron en juego.

La revolución rusa conmovió al mundo, pero la crisis de los misiles de 1962 -de la que en estos días se cumplen cincuenta años-, lo sacudió, al punto que para más de un historiador, fue la crisis que estuvo a punto de concluir con un enfrentamiento nuclear entre las dos superpotencias de entonces, enfrentamiento que en caso de haberse concretado hubiera significado una catástrofe para el planeta.

“Un error en el momento equivocado y todo podría haber estado perdido. Nunca debemos volver a estar tan cerca. La próxima vez no tendremos tanta suerte”, dijo un oficial de la KGB después que pasó la tormenta. ¿Exageraba? Nada. La humanidad dispuso a su favor que el conflicto fuera timoneado por dos grandes estadistas como fueron John Kennedy y Nikita Kruschev. Y que ellos a su vez fueran asesorados por políticos de fuste como fueron Dean Rusk y Robert Kennedy o Anatoli Dobrynin y Andrei Gromyko. Unos y otros debieron luchar contra la lógica de los acontecimientos que parecía empecinarse en llevar al mundo a la catástrofe. Y, a la vez, parte de sus energías las dedicaron a poner límites a sus respectivos ultras, quienes que no tenían reparos en ponderar -eso sí, con las mejores intenciones- los beneficios de un enfrentamiento nuclear.

Los historiadores saben muy bien que en las grandes crisis políticas, en las situaciones límite, suelen ser los detalles, los episodios menores, la torpeza de un soldado, la indiscreción de un funcionario, los que precipitan los desenlaces trágicos. En este sentido, a nadie le debería llamar la atención que cuando se camina al filo de la navaja o al borde del precipicio, un tropezón insignificante resulte decisivo.

Algo parecido pudo haber ocurrido el sábado 26 de octubre, cuando un destructor norteamericano atacó con granadas a un submarino ruso B59. La nave se vio obligada a salir a la superficie. La comandaba el capitán Valentín Savitski, quien pidió autorización para responder con armamentos nucleares a su disposición. Pero el comandante Vassili Arkipov se lo impidió.

¿Qué hubiera pasado si Savitski se salía con la suya? Seguramente el efecto en cadena que ese ataque hubiera provocado habría llevado al mundo a la guerra que se deseaba evitar, aunque más de uno deseara en su fuero íntimo que se produjera, no porque fueran suicidas, sino porque estaban convencidos de que la mejor manera de enfrentar al enemigo era amenazándolo con un ataque inminente.

Como dicen los comentaristas de fútbol : “La mejor defensa es un buen ataque”. El problema es que la consigna que puede ser válida para un partido de fútbol, no vale para un conflicto donde se juega la suerte del mundo. Un ataque inoportuno en un partido de fútbol, un contragolpe eficaz, pueden provocar la derrota del equipo supuestamente ofensivo; y en 1962 el planeta no podía darse ese lujo.

El submarino averiado no fue la única tragedia que nos mantuvo en vilo aquel sábado negro de octubre de 1962. Ese mismo día, un avión espía de Estados Unidos, un U2 conducido por el piloto Rudolf Anderson, fue derribado por baterías antiaéreas cubanas. El piloto murió, por supuesto, e inmediatamente se levantó un coro de voces norteamericanas pidiendo venganza. Los halcones que rodeaban a Kennedy presionaron de manera amenazante. Según algunos jefes militares, el presidente era débil, conciliador con el enemigo y los estaba entregando al comunismo. En aquellos días, Kennedy debió recurrir a todo su encanto, astucia y capacidad de persuasión para impedir que se iniciara la cuenta regresiva hacia una guerra nuclear.

¿Cuándo comenzó la crisis de los misiles en términos históricos? Es una buena pregunta sobre la que no hay una respuesta exclusiva. Un historiador, aficionado a los relatos de tiempo largo, diría que se inició el día mismo que concluyó la Segunda Guerra Mundial y la URSS y EE.UU. emergieron como las dos potencias, ambas portadoras de las dos grandes causas de la Guerra Fría: el comunismo y el capitalismo. Otro historiador, podría decir que a las causas hay que rastrearlas a partir del momento en que los barbudos de Sierra Maestra derrocaron al dictador Fulgencio Batista e iniciaron un proceso revolucionario que pronto habría de definirse como marxista leninista.

Una periodización más estricta, diría que todo comenzó cuando los exiliados cubanos, con el apoyo de la CIA, decidieron invadir a Cuba, un desembarco militar que se concretó en Bahía de los Cochinos y que fracasó en toda la línea, entre otras cosas porque Fidel Castro era más popular que lo que los exiliados cubanos estaban dispuestos a admitir. Pero además, porque Estados Unidos, se enredó en un juego escabroso de órdenes y contra órdenes y dejó a los invasores sin el respaldo decisivo de la aviación norteamericana, respaldo que se había comprometido y que era la única carta de triunfo de los exiliados.

Según otros puntos de vista, fue el llamado operativo Mangosta, una operación de sabotaje económico y social contra la revolución cubana, organizada por la CIA y los exiliados, lo que estimuló la decisión de Kruschev de instalar en territorio cubano y a menos de ciento cincuenta kilómetros de la costa norteamericana, misiles de alcance medio con cabezas nucleares. El operativo se realizó con la máxima discreción posible, pero los aviones espías yanquis detectaron las bases, y el martes 16 de octubre, a primera hora de la mañana, el presidente John Kennedy recibió la información acompañada por las fotos correspondientes. Se dice que el presidente estaba desayunando y leyendo los diarios en su dormitorio de la Casa Blanca, cuando su consejero Mc George Bundy lo puso al tanto de las novedades.

Ese mismo día comenzaron las negociaciones, las reservadas y las secretas. El 22 de octubre Kennedy pronunció un discurso dirigido a los Estados Unidos y, de alguna manera, al mundo. Según se sabe, dispuso de dos borradores, uno bélico o y otro pacifista, Optó por el pacifista, rechazando las sugerencias de atacar las bases militares de Cuba y optando por lo que calificó como “la cuarentena”, una suerte de bloqueo naval. En todos los casos las opciones eran difíciles, porque ¿qué pasaría si los barcos soviéticos no respetaban la línea de demarcación? No había respuesta para ese interrogante, pero todos los protagonistas sabían muy bien que un disparo, un solo disparo, y la pesadilla que se intentaba evitar se desataría con todas sus letales consecuencias.

Por su parte, Nikita Kruschev, informado de que EE.UU. estaba al tanto de la existencia de bases nucleares, decidió iniciar su labor de convencimiento a Castro y a sus gurkas, muy en especial el ministro argentino Ernesto Guevara, quien estaba absolutamente convencido de que había llegado la hora de inmolarse en una gran tragedia que conmoviera al mundo.

Las discusiones fueron tensas, en algún momentos ríspidas, pero la URSS hizo valer su poderío; y Kruschev, su reconocido ingenio.

Según se cuenta, fue Nikita quien le dijo a un Fidel acelerado y frenético, que una de las condiciones para que el socialismo exista en el mundo, era que hubiera vida en el planeta, porque sin vida en el planeta no habría ni capitalismo ni socialismo. En realidad, lo que más le fastidiaba a Fidel era la sospecha, cada vez más evidente, de que Kenendy y Kruschev negociaban sin tenerlo a él en cuenta. Para un ególatra como Fidel ésa era una falta de respeto que no se podía admitir.

A pesar de todo, a pesar del fastidio de Castro y de las consignas alentadas por los jefes revolucionarios en la Habana -“Nikita mariquita, lo que se da no se quita”-, los entendimientos avanzaron. Al respecto, importa saber que cuando dos grandes potencias negocian una crisis de esas dimensiones, ninguna debe quedar en condición de derrotada. La lucidez de Kennedy, que disponía de armamentos nucleares muy superiores a los soviéticos, fue no sólo haber imaginado una solución basada en la paz, sino haberse preocupado por ser sumamente cuidadoso en cada uno de los pasos que se daban. Kennedy -como se sabe- podría haber optado por bombardear Cuba, pero sabía que la respuesta inmediata de los halcones rusos sería, como lo escribió Kruschev, volar la base de Guantánamo. En ese contexto, nadie podía darse el lujo de dar un paso en falso. Era cierto que EE.UU. disponía de mayores armamentos nucleares que la URSS, pero no era menos cierto que un misil menor disparado desde Cuba, por ejemplo, podía provocar sobre Washington un efecto parecido al de Hiroshima.

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